Las tentaciones del mundo moderno
Cuando leemos ciertos pasajes del Evangelio tenemos el peligro de pensar que son hechos, acontecimientos y enseñanzas de un tiempo pasado, que no son cosas para el mundo del siglo XXI, que hoy los problemas son diferentes y que, por lo tanto, debemos buscar en otro lugar aquello que nos pueda iluminar para el mundo de la informática y la automatización. Nada más lejano a la realidad. Analicemos y encontraremos la razón del error en el cual podemos caer todos. Es cierto que la escena de las tentaciones de Jesús en el desierto hoy sería diferente. Pero lo que cuenta es el sentido y el mensaje que nos entregan para un mundo complejo, globalizado y con problemas muy diferentes. Lo que no puede cambiar es la luz que nos dan para la vida ordinaria de las personas y los pueblos. Uno de los grandes pecados, para llamarlo de alguna manera, del mundo contemporáneo es su afán de la eficiencia, de productividad y consumo exagerado sin dar tiempo al análisis de las personas, a que se cuestionen sobre la conveniencia o no de comprar algo, de decidir algo. Podríamos decir que el lema de un mundo así es “compre y consuma, no piense”. Si nos descuidamos, el mundo de la moda, de la información y la sociedad de consumo, nos estarían determinando qué hacer, qué decir, qué comer, qué comprar y casi qué pensar. Quien se deja llevar de todo esto, sin una actitud crítica, vende su alma a la sociedad del bienestar, del lujo y del vacío. Un segundo elemento que nos afecta es el descubrir que hay personas, grupos, países y organizaciones que se arrogan el derecho de sentirse o ser, según ellos, los dueños del mundo. Se creen con la libertad de determinar qué es bueno y qué es malo: cuándo y cómo se debe invadir un país, cuáles deben ser sus opciones y alianzas. Más aún, se creen poseedores del derecho a establecer las sanciones para todo aquel que infrinja sus normas o las contradiga. Esto lleva a una nueva forma de dominación ya superada en la historia de la humanidad, la cual va en contra de las libertades personales y sociales. Y cuando esto pasa al campo de lo religioso, las cosas se vuelven más complejas, pues aparece la intolerancia que ha causado tantos males y muertos a la humanidad. No necesitamos retroceder demasiado en la historia de la humanidad para darnos cuenta de lo que han sido las consecuencias de los fanatismos a diversos niveles y, particularmente, en el campo de lo religioso. Hay un tercer elemento que nos está destruyendo. La pérdida de los valores a nivel personal, familiar y social nos ha llevado a ser exageradamente materialistas, a perder el horizonte de lo espiritual y del sentido del porqué hacemos o dejamos de hacer algo. Nos hemos acostumbrado a vivir en función de aquello que es palpable y consideramos que esos valores que no se ven, que no producen, no son importantes. Qué equivocados estamos cuando pensamos de esa manera. El futuro de nuestras familias, de nuestras ciudades, de nuestros países y del mundo, está en la tarea de rescatar los valores, de resignificarlos en un contexto como el actual. Como vemos, el mundo actual sí tiene peligros y tentaciones. Lo que Jesús nos enseña es a no dejarnos deslumbrar por lo aparente, por lo que brilla y se acaba.
¡Ay de mi si no anuncio el Evangelio!
El título de mi columna es una frase que aparece en la segunda lectura de este domingo, tomada de la primera carta a los Corintios, escrita por San Pablo. Me invita a hacer la reflexión con ustedes en esta columna. Es la invitación que todos hemos recibido desde el día de nuestro bautismo. Invitación que se convierte en misión y en tarea. Misión porque es llamado y es envío. Tarea porque es deber y es compromiso. Al juntar las dos, misión y tarea, comprendemos lo que significa ser cristiano en un mundo como el que nos ha correspondido vivir. Si miramos ese mundo nuestro, descubrimos que se caracteriza por los avances científicos y tecnológicos, que las distancias se han acortado entre otras cosas, por la rapidez en las comunicaciones, por el acelerado intercambio de la información. Al mismo tiempo, se caracteriza por el ritmo desenfrenado de la vida, por los contrastes marcados entre quienes todo lo tienen y aquellos a quienes todo les falta. Ese mundo complejo es el que necesita la presencia de hombres y mujeres comprometidos en la tarea de vivir su fe sumergidos en la realidad cotidiana, hombres y mujeres que trabajan, que luchan por lograr un horizonte mejor para ellos y sus familias, personas que saben que la tarea de construir un mundo mejor se logra desde el compromiso hecho vida. Son esas personas que asumen su misión y su tarea, como decíamos al comienzo, de una manera seria y responsable. Son las personas que, como San Pablo, se “hacen esclavos de todos para ganar a los más posibles”, que se identifican de tal manera con sus semejantes que cada uno se “ha hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; se ha hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos”. Concluye esta parte de la carta con esta frase “y hago todo esto por el Evangelio”. Me pregunto si cada una de las personas que lee esta columna, incluyéndome yo, puede decir que todo lo que hace es por el Evangelio, para hacer realidad la invitación, el clamor inicial “ay de mí si no anuncio el evangelio”. La realidad de la vida y de nuestro compromiso como cristianos sería diferente si lo asumiéramos con toda la seriedad que requiere. Si miramos el ejemplo de Jesús, en el texto de este domingo, encontramos que Él les dice a sus discípulos “vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido”. Nos dice también que “curó a muchos enfermos de diversos males”. Anunciar el Evangelio es también ayudar a sanar espiritual y corporalmente. Jesús se convierte para nosotros en el modelo y ejemplo que debemos seguir, nos muestra el camino, pisa primero para que sigamos su huella. La tarea no es imposible, es asunto de generosidad. ¿Estoy dispuesto a asumir la misión y la tarea?