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Hace unos días un amigo, en la celebración de las bodas de plata matrimoniales de sus papás, hacía una referencia a la distinción entre casa y hogar. Decía que la primera, la casa, corresponde al espacio físico, a los muros, a la construcción como tal. En cuanto a la segunda se expresaba diciendo que era el resultado de los valores y actitudes hechos vida por las personas que habitaban en la casa. Que el hogar era ese calor, esa hoguera que alimentaba la vida de familia. Me gustó la reflexión.
Hoy, cuando leemos el pasaje sobre Marta y María, vuelve a mi memoria esa imagen, me ayuda a comprender que lo que Jesús estaba buscando en aquella familia era el calor de hogar, no propiamente una casa donde pernoctar. Lo que quería resaltar era el valor de la amistad hecha vida, lo que esas personas, los tres hermanos, significaban para él. Allí se sentía en familia, escuchado y acogido, querido y respetado. Pienso que Jesús debió ir muchas veces a visitar a aquella familia, era un remanso de paz en medio de la agitada vida de anuncio del evangelio.
Me pregunto cómo pensamos nosotros con respecto al lugar donde vivimos y a nuestras relaciones interpersonales con quienes viven allí. Cuando consideramos que tenemos casa, estamos afirmando que es algo semejante a un hotel, lugar donde guardamos las cosas, pernoctamos, tomamos los alimentos, pero no pasamos a algo más profundo, a ese conjunto de relaciones que hacen posible la construcción de la familia, el fortalecimiento de su unidad y el esfuerzo por hacerla cada día mejor.
Cuando consideramos que tenemos hogar, estamos afirmando que nos hace falta el estar allí, que nos sentimos incómodos cuando estamos lejos, que extrañamos a las personas que conforman el núcleo familiar, que lo que sucede a cada uno de sus miembros nos afecta, que nos sentimos vinculados afectiva y efectivamente con cada uno de nuestros seres queridos. Hacer y tener hogar es la tarea fundamental de toda persona que valora el ser parte de una familia.
Cada uno de nosotros tiene una misión en la familia, somos indispensables en esa misión común, nadie nos puede reemplazar ni sustituir. Lo que hagamos o dejemos de hacer nos corresponde solo a nosotros. En el hogar de Lázaro, Marta y María, había armonía, comprensión y se buscaba el que cada uno de sus miembros diera lo mejor. ¿Hacemos nosotros lo mismo en cada una de nuestras familias? Todo en la vida se complementa. Marta y María lo hacen. Los esposos en cada hogar también están llamados a complementarse en la misión que les corresponde como cabeza de familia.
Algo semejante deben ser y hacer los hijos, para que la familia logre su cometido y sean testigos de la vocación recibida. Es parte de la vocación cristiana que se realiza en el sacramento del matrimonio y en la vida de familia. Qué distinta es la vida cuando se asumen las responsabilidades desde la perspectiva del compromiso cristiano. Vale la pena preguntarnos: ¿tenemos casa u hogar?