¿Has confiado alguna vez en la vida en alguien? ¿Esa persona ha sabido corresponder a la confianza depositada en él o ella? ¿Cuando han confiado en ti, has correspondido de una manera adecuada y correcta? ¿Qué sientes cuando has perdido la confianza en alguien que era muy importante para ti? ¿Cómo te sientes cuando otra persona te dice que ha perdido la confianza en ti? Son preguntas que surgen en nuestro interior con frecuencia y que merecen una respuesta.
La escena del pasaje evangélico de este domingo nos muestra lo que es confiar en alguien por encima de toda circunstancia, contra toda esperanza y, por decirlo de alguna manera, yendo contracorriente.
Confiar es creer. Creer en alguien es ponerse en sus manos, esperando una respuesta a nuestras necesidades, es depositar todo lo que se es en esa otra persona, es buscar el sentido de la vida en alguien que nos genere seguridad, que nos muestre un camino, que nos ayude a salir adelante cuando nos encontramos en dificultades. Confiar es tomar la decisión de abrir el corazón a esa otra persona, porque en ella hemos encontrado algo de lo que estábamos buscando. Es, en síntesis, creer en el otro. Eso le sucedió a la mujer cananea del pasaje que estamos comentando.
Ninguno de nosotros hubiera aceptado un aparente desplante como el que le hace Jesús a esta mujer. En primer lugar, parece que la ignora, no da respuesta a su petición, que es más un grito desde lo más profundo del corazón de una madre acongojada y adolorida. Un segundo momento nos coloca ante una súplica “Señor, socórreme”. La respuesta parece más una ironía que otra cosa. Casi se podría hablar de un insulto “no está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Parece, en verdad, un insulto y una ofensa. Uno piensa que Jesús hubiera podido responder de una manera más educada, menos hiriente.
La respuesta de la mujer desconcierta “tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. ¿Quién se hubiera atrevido a dar una respuesta así? Solo dos valores claves: el amor por la hija enferma y la fe inconmovible en que Jesús de Nazaret era el único que podía dar respuesta a su petición. Por eso, responde de la manera que lo hace. Todo salía del corazón adolorido y se transforma en súplica.
El cumplimiento de la petición no se deja esperar. Aparece el elogio de esta mujer “qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. Y se añade “en aquel momento quedó curada su hija”. Dice el adagio que la constancia vence lo que la dicha no alcanza. Todas las evidencias estaban en contra de esta mujer, nada garantizaba el éxito en su cometido. Sin embargo, lo logra porque hay una verdadera fe, hay plena confianza en Jesús a quien le grita “ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Vale la pena analizar si nuestra fe se parece, así sea en lo más mínimo, a la fe de esta cananea. Revisar si podemos decir que nuestra fe es verdadera o no, si confiamos o no.