Se acerca la Navidad. Ya son cuatro domingos que nos han servido de preparación a ese gran acontecimiento. La figura central de este domingo es la sencilla mujer de Nazareth, a quien honramos con el título de la Santísima Virgen María. La encarnación del Dios hecho hombre es posible porque ella acogió la palabra de Dios, en la fe dispuso su corazón para hacer lo que Dios quería de ella. Se convierte así en modelo de creyente, de discípula, de seguidora del Señor.
Que Dios se haga niño y nazca en el pesebre de Belén es la mejor forma de hacerse vulnerable, frágil y débil. Es experimentar lo humano en su propia naturaleza, es compartir los sufrimientos de muchas personas que, a lo largo de la historia de la humanidad, han sido excluidas, han sido marginadas, han tenido que vivir la dura experiencia del exilio y el desplazamiento forzado. Eso lo vivió Jesús en su propia familia, no ha sido ajeno a tantas vicisitudes que padecen nuestros hermanos. Por eso, podemos reconocer al Niño de Belén como el Dios con nosotros, el Emmanuel como lo llama el profeta Isaías.
El Dios en quien creemos, el que se hace niño y nace en Belén, el que tiene una familia sencilla y humilde que vive en la aldea de Nazareth, es el Dios que se nos revela en cada persona que sufre, en cada hombre y mujer que se siente solo y abandonado, en cada secuestrado que ha sido alejado de su familia y privado de su libertad contra su voluntad. Es el hombre que lleva varios años como desempleado, es la mujer cabeza de familia que le ha tocado ser padre y madre para sus hijos. Ese Dios se nos manifiesta también en los jóvenes desorientados que no encuentran cariño y afecto en su hogar y deben buscarlo fuera de casa porque para ellos no hay tiempo o el trabajo de sus padres es demasiado exigente y absorbente.
Son tantas las maneras como Dios se puede hacer uno de nosotros que lo mencionado anteriormente debe servirnos de ejemplo y reflexión para aprender a leer, como lo hace María, lo que Dios nos va diciendo en los diferentes acontecimientos y situaciones de nuestra historia. Saber leer la propia vida desde la mirada de Dios es hacer lo que podemos llamar discernimiento, es preguntarnos sobre cómo y por qué debemos actuar en la vida. El ejemplo más grande de esta experiencia es la mujer sencilla de Nazareth llamada María que supo encontrar cuál era su parte en la historia de salvación de la humanidad, en la redención de todo hombre y mujer que tiene un corazón bien dispuesto para acoger la venida de quien es su propio salvador.
Más aún, el reconocer a Dios que se revela en nuestros hermanos y hermanas más desprotegidos y marginados, nos debe llevar al compromiso de amor y solidaridad necesarios para ser hermanos en el pleno sentido de la palabra. Ese compromiso nos lo muestra María Santísima quien, después del anuncio del ángel, sale presurosa a visitar y acompañar a su prima Isabel, quien en su vejez ha recibido el regalo de un hijo, el precursor del Salvador, Juan el Bautista. De ahí, el saludo de Isabel a María “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a visitarme? Dichosa tú que has creído, porque lo que se te ha dicho, se cumplirá”. Por eso, Jesús es el Dios que se hace uno de nosotros, que comparte nuestra condición humana en todo, menos en el pecado. Es lo que estamos próximos a celebrar. Alegrémonos.