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No discriminemos

Con frecuencia nos encontramos en situaciones complejas: personas que nos simpatizan y otras que nos parecen antipáticas, hablamos de ricos y pobres, de blancos y negros, de partidarios de un partido o de otro, de creyentes de una religión u otra, de diferencias de género en términos laborales y muchas otras formas que utilizamos. Todas ellas hacen referencia a formas de discriminación, de exclusión. Esto nos lo presenta el texto de la segunda lectura de este domingo tomada de la carta del apóstol Santiago. Habla de la discriminación en cuanto a cuestiones externas entre dos tipos de personas que llegan a la reunión litúrgica. De fondo no hay cosa alguna por la cual merezca ser discriminado el uno, con la consecuente ofensa, mientras el otro es tratado, como lo dice el mismo texto “con favoritismo”. El mismo apóstol afirma “son inconsecuentes y juzgan con criterios malos”. Si analizamos nuestra manera ordinaria de proceder debemos reconocer que tenemos muy a flor de piel, el asumir esas mismas actitudes, con las consecuencias que conocemos: establecer diferencias y exclusiones, la mayoría de las veces en forma injusta, afectando a las personas de tal manera que llegan a pensar que son personas de segunda categoría, de inferior rango y calidad que aquellas que reciben trato preferencial. Considero que cuando asumimos estas actitudes, de una u otra manera, estamos siendo injustos e intolerantes, porque renunciamos a hacer vida en nosotros la aceptación de la diversidad y el enriquecimiento que la misma conlleva. El texto en mención nos hace caer en la cuenta de esto cuando nos dice “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman”. Y la primera lectura nos dice “Dios viene en persona, se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará”.  Más aún. El pasaje del evangelio de este domingo, cuando Jesús hace oír y hablar a un sordomudo, la gente llega a afirmar “todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. La actitud de Jesús hacia los débiles, enfermos y necesitados fue siempre de un profundo amor, de hacer suyo su dolor, de comprender el mal que los aquejaba, dándoles no solo la salud física sino la fortaleza espiritual que nacía de la fe que había en ellos. Su opción estuvo siempre del lado de los más necesitados, de los verdaderamente pobres de la sociedad de su tiempo, de aquellos que sus coterráneos discriminaban. El los acoge, come en su casa, los cura y les muestra todo un camino de salvación. Por eso, escandalizó a muchos y no lo comprendieron. Si queremos tener un país más amable, más justo y más fraternal, estamos llamados a luchar en contra de toda forma de discriminación y exclusión. Esto comienza por el uso del lenguaje que sea inclusivo y no sexista, pasando a nuestras actitudes y estilo de vida, aunque no sea fácil, así nos exija una continua revisión de vida. Intentémoslo.

¿De dónde sale la maldad?

El panorama de la realidad mundial nos estremece. Vemos corrupción, violencia, caos, desorden por todas partes. No comprendemos por qué suceden tantas cosas. Lo que antes considerábamos cómo sagrado, hoy no lo es; más aún se lo desprecia y se ridiculiza. Llegamos a opinar que la gente que actúa correctamente puede considerarse como una especie en vía de extinción. Los noticieros parecen la narración de tragedias y de problemas por todas partes. Leer un periódico estremece por la cantidad de noticias negativas que encontramos. Y uno puede preguntarse el porqué de tantas situaciones negativas. Surge entonces el pasaje del evangelio de este domingo. Siempre hemos pensado que lo que hace daño es lo que entra por la boca. Así lo expresa Jesús en el evangelio “nada que entre de fuera puede dañar al hombre”. Lo que sigue a continuación nos da la clave “lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro”. El Señor hace un enunciado de todo eso cuando afirma “del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”. Creo que no hay diferencia entre ese enunciado y la realidad que vemos en los noticieros, escuchamos en la radio o vemos en la televisión. Cuando se nos dice que lo “que mancha es lo que sale de dentro, del corazón de cada persona” comprendemos que ahí está el secreto. No podemos colocar fuera de nosotros la responsabilidad de nuestras decisiones, el resultado del ejercicio de la libertad como don que nos ha sido dado. La intencionalidad está dentro de nosotros, la capacidad de discernir es nuestra. Somos nosotros quienes decidimos qué hacer y qué evitar, cómo nuestras decisiones afectan a los demás, en qué medida podemos causar daño a otros o evitarlo. Siempre he pensado que los seres humanos buscamos buscar a quién echarle la culpa de lo que nos sucede o nos afecta. No nos gusta asumir la responsabilidad de nuestros actos. Es la eterna historia de la libertad humana y del ejercicio de la misma. Eso lo llamamos “disculpa” porque colocamos en otra persona esa responsabilidad, cuando es nuestra y solo nuestra. Eso le sucedió a Adán y Eva en el paraíso, pues la serpiente cargó con la culpa de lo que había sido una libre decisión. Que había habido una insinuación –lo que llamamos tentación- es verdad, pero de ahí a echarle la responsabilidad hay un gran abismo. Preguntémonos siempre dónde está la maldad, o mejor, en qué medida podemos ser causantes de maldad para que asumamos la responsabilidad que nos corresponde y no andemos buscando culpables donde no los hay, o de otra manera, cuando somos nosotros los responsables, léase culpables, de lo que hacemos o dejamos de hacer y, por lo tanto, de los efectos que puedan causar en otras personas. Así, la vida será más honesta para nosotros.

¿Dónde buscamos respuesta a nuestras preguntas?

Todas las personas tenemos preguntas y buscamos la manera de encontrar respuesta. A veces, buscamos dichas respuestas en el lugar equivocado. Otras veces, no queremos encontrar dicha respuesta porque consideramos que nos va a desacomodar y es preferible seguir tranquilos. Algunas veces, no siempre, la mayoría, estamos dispuestos a jugarnos el todo por el todo, encontrar la respuesta que necesitamos, así esta sea dolorosa. Algo semejante les pasó a los discípulos del pasaje evangélico de este domingo. Algunos de ellos se escandalizaron y dijeron “este modo de hablar es intolerable, ¿Quién puede admitir eso?”. Y Jesús continúa haciéndoles la reflexión sobre “¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?”. Lógicamente hay un desconcierto mayor porque son palabras demasiado fuertes, no están acostumbrados a oírlas. La reacción es apenas lógica si miramos las cosas desde el punto de vista puramente humano. No es fácil aceptar ese tipo de respuestas. La consecuencia es lógica “desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con Él”. En lenguaje actual, lo que les sucede es comprensible. Podría significar para ellos el perder imagen, el que sus amigos y relacionados podrían pensar mal, podrían aislarlos. Eso no era conveniente. Era arriesgar demasiado, era complicarse la vida innecesariamente. Eso mismo, lo vivimos en el mundo actual, cuando los así llamados dirigentes caen en desgracia, pierden popularidad, se hacen comentarios negativos. Miremos a nuestro alrededor y encontraremos muchos ejemplos al respecto. Queda un pequeño grupo al que Jesús le pregunta “¿También ustedes quieren dejarme?”. No obliga, deja en plena libertad a cada persona para que tome su decisión, para que elija cuál es el camino, para que discierna. Es asunto de libertad y de opciones. La respuesta no se hace esperar, surge espontánea y natural “Señor, ¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Habían logrado clarificar las cosas, habían encontrado la respuesta clave. Era un asunto de decidir y la razón es contundente “nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Lo que habían estado buscando, lo habían encontrado. No quedaba más para afirmar. Si miramos a nuestro alrededor, vamos a encontrar personas que caminan por la vida sin un rumbo fijo, que viven angustiadas porque no encuentran las respuestas que están buscando y ensayan diferentes caminos, pensando que allí van a encontrar lo que buscan. Cada vez salen más insatisfechos, más angustiados, más confundidos Hoy, cuando el mundo exige certezas, cuando todo debe estar plenamente comprobado, la búsqueda de respuesta a los interrogantes más profundos y existenciales es necesaria.

Vivir para siempre

Cada uno de nosotros tiene metas para alcanzar en la vida, sueños que quiere hacer realidad, proyectos que se ha trazado y que significan un gran sentido porque son importantes o porque representan grandes logros. Todo lo anterior lo tenemos en común con prácticamente todas las personas. Pero alguno de nosotros se ha puesto a pensar en la posibilidad de vivir para siempre, de recuperar la inmortalidad que teníamos en el comienzo de la humanidad. Me pueden decir que estoy desvariando, que no es posible. Sin embargo, veamos lo que nos dicen las lecturas de este domingo. En la primera lectura, tomada del libro de los Proverbios, leemos “dejen su ignorancia y vivirán; avancen por el camino de la prudencia”. Es una de las claves, la prudencia es cualidad de las personas que han alcanzado un cierto grado de madurez. Supone salir de la ignorancia para vivir. En la segunda lectura encontramos que “tengan cuidado de no portarse como insensatos, sino como prudentes, aprovechando el momento presente, porque los tiempos son malos”. Nuevamente se contrapone la prudencia a la insensatez, ignorancia en la primera lectura, para mostrarnos lo que es el camino de la madurez, de quién quiere encontrar el sentido de la vida. En el Evangelio se nos dice por parte de Jesús que “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día”. Nos preguntamos de qué está hablando el Señor, qué es eso de vida eterna, por qué ese anuncio dentro de este discurso. La respuesta es sencilla: la promesa de vida eterna, de vivir para siempre, es para aquellos que toman la decisión de seguir a Jesús, de confiar en su palabra, de asumir el estilo de vida que nos propone. Ahí está la clave para entender todo lo que puede parecer contradictorio desde un punto de vista puramente humano. La invitación es a ver la realidad de otra manera, con los ojos de Jesús, descubriendo que lo que se nos propone vale la pena. Él mismo lo dice “como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por Él, así también el que me come vivirá por mí”. Es una invitación a la unión, a hacer y construir esa unidad que nace de “comer su cuerpo y beber su sangre” para tener vida en Él. Como vemos, vivir para siempre no es una ilusión, no es un sueño, es una alternativa posible y real que toda persona que cree puede alcanzar. De nosotros depende si aceptamos la invitación o si la rechazamos. Está en nosotros el volver a hacer realidad lo que perdimos por causa del desorden causado por el pecado. Volvemos a encontrar el camino de la prudencia, de la sensatez para hacer frente a las circunstancias y situaciones de la vida, como dice el texto “porque los tiempos son malos”. Todo depende de nuestra libre decisión para hacer vida aquello de que “el que come de este pan vivirá para siempre”, mostrando así el camino para lograr la meta que se nos propone en las lecturas de hoy.

El alimento para el camino de la vida

Hay momentos y circunstancias de la vida donde nos encontramos exhaustos, a punto de perecer. El alimento se nos ha agotado y tememos por nuestra vida, pensamos que la muerte puede llegar en cualquier momento. Son situaciones que podemos llamar límite. Vienen a mi mente, los rostros de personas secuestradas, de hombres y mujeres que no encuentran techo ni comida, de niños y jóvenes que andan desorientados por las calles de pueblos y ciudades. No es solo el hambre física sino también todo lo que produce hambre interior. Sin embargo, la pregunta es clara. ¿Cómo hacer para no ir hacia la destrucción, el caos y la muerte? ¿Cómo solucionar de manera radical los problemas que nos afectan como personas, como miembros de la sociedad, como gestores de un nuevo país? Son interrogantes que nos hacen dudar, particularmente, cuando debemos vivir situaciones de conflicto. Vienen a mi mente los nombres de personas que están trabajando por la paz desde diversas responsabilidades. Hombres y mujeres que arriesgan su vida a diario, porque creen que es algo que vale la pena. Es descubrir en la vida esa fuerza interior que nace de la acción del Espíritu en nosotros. Es encontrar que hoy como ayer, se nos dice como al profeta Elías en la primera lectura “levántate y come”. Al mismo tiempo, es la persona misma de Jesús, quien nos dice “yo soy el pan de vida, quien coma de este pan, vivirá para siempre, el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. Es el Dios que se compromete a caminar con nosotros, a ser nuestro alimento, a darnos fortaleza para el camino de la vida. Son palabras que escandalizan, para quienes no quieren oírlas con corazón de creyente. Y ¿qué significa esto? Sencillamente, que las cosas en la vida se pueden ver de dos maneras: una de ellas, es la simplemente humana, la de quienes se creen dioses de su propia historia, pagados de sí mismos, alejados de Dios porque, según ellos, no lo necesitan. La otra, la de aquellos que se consideran discípulos del Señor, necesitados de una luz en el camino, quienes reconocen su propia fragilidad y aceptan el pan de la palabra y el pan de la vida, alimento que se nos da en la Eucaristía, para recorrer el camino de la vida diaria, sabiendo que van a encontrar obstáculos y dificultades que pueden ser superados por la acción y la fuerza del Espíritu. En la medida en que nos relacionemos con el autor de la vida, tendremos la posibilidad de hacer que la vida surja en nuestro interior, que el camino de la vida se haga más llevadero y que tengamos nuestra esperanza puesta en quien es nuestra fortaleza. Él lo dijo “Yo soy el pan de la vida”. Acerquémonos a Él.

Actuar correctamente

Con frecuencia nos encontramos ante situaciones que nos cuestionan porque realmente no sabemos cómo debemos proceder, qué hacer o qué responder. Es la pregunta que los oyentes de Jesús le hacen en el pasaje evangélico de este domingo: “¿qué debemos hacer para actuar como Dios quiere?”. La respuesta no se deja esperar: “que crean en aquél que Él envió”. Se enfrascan en una discusión y, nuevamente le hacen una petición a Jesús: “Señor, danos siempre de ese pan”; una vez más la respuesta es clara: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no volverá a tener hambre; el que cree en mí nunca tendrá sed”. El que cada uno de nosotros se pregunte sobre lo que debe hacer para actuar como Dios quiere, es tratar de encontrar cuál debe ser el rumbo, la orientación, el sentido que debemos darle a la vida. Es el momento para preguntarse seriamente sobre lo que significa en la vida diaria, en lo cotidiano, el actuar como Dios quiere. Además, este compromiso tiene implicaciones en las actitudes de cada uno. No podemos pretender decir una cosa, pensar otra y actuar conforme a otra cosa. Esa división interior no es algo que podamos llevar fácilmente, que podamos soportar por mucho tiempo. Tarde o temprano tendremos que preguntarnos por el sentido de la vida y por la coherencia en nuestro actuar. Más aún, la invitación a creer en aquel que Dios envió es también un desafío. Nos lleva a pensar sobre el sentido de la fe, la relación entre esa fe y la manera como actuamos. Encontramos a muchas personas que viven de una manera diferente a la fe que dicen profesar, y pretenden hacer de su vida algo distinto a lo que debe ser. Vale la pena que revisemos nuestra manera de creer y la forma como la vivimos. La petición va orientada para que Jesús les dé siempre de ese pan del que les ha hablado. Porque lo consideran diferente, porque acaba de hacer el signo de la multiplicación de los panes, porque tienen otros intereses, otras inquietudes, otras prioridades en la vida. No siempre podemos pensar que las cosas se dicen de una manera transparente. Hay muchas cosas que las enturbian y contaminan. Sin embargo, cuando una petición sale del corazón, con profunda honestidad, podemos estar seguros de ir en el camino adecuado, de dar la orientación necesaria a la vida. Por eso, la respuesta de Jesús es clara “yo soy el pan de vida, quien viene a mí no tendrá hambre, quien cree en mí no tendrá sed”. El mundo en el cual vivimos nos ha convertido en seres profundamente aferrados a lo seguro, a lo que la ciencia puede comprobar, a lo que puede ser demostrable. Dar el paso al terreno de lo intangible nos crea muchas inseguridades y desconfianzas. Por eso, la aventura de lo trascendente es para quienes deciden acoger el mensaje de Jesús con total apertura. Esa es la clave.

Sentido del compartir

Hay situaciones en la vida que nos impactan. Son imágenes que llevamos grabadas en el corazón y que nos marcan para siempre. Pensemos, por ejemplo, en la madre que da su vida por el hijo enfermo, que no se detiene al salvar su vida o darle alimento y hace todo lo que esté a su alcance. Esto contrasta con lo que nos muestran las noticias en el mundo de hoy. Lo personal, lo que beneficia a cada uno, lo que responde a las propias conveniencias e intereses es lo que cuenta. Al leer el Evangelio de este domingo y la primera lectura nos encontramos ante lo que significa el compartir, el pensar en las necesidades de los demás, en lo que puede ser su bienestar o lo que lo ayuda. Nos lo presenta la primera lectura cuando llegan donde el profeta Eliseo con unos panes como primicias. La respuesta del profeta no se hace esperar: “dáselos a la gente para que coma”. Ante la actitud del criado que dice “¿cómo voy a repartir estos panes entre cien hombres?”, el profeta le dice “dáselos a la gente para que coman, porque esto dice el Señor: ‘Comerán todos y sobrará’”. Lo mismo nos expresa el pasaje del Evangelio. Es la escena de la multiplicación de los panes, ampliamente conocida por todos. Con pocos panes y peces se da de comer a una multitud y sobra comida. Humanamente, es algo incomprensible, nos muestra el sentido de profunda humanidad de Jesús ante una necesidad de la gente. No podía permanecer indiferente, no los podía enviar a sus casas porque desfallecerían en el camino. Algo había que hacer. Y lo hace. Los discípulos confían y creen en la palabra de Jesús. El signo se da. La lección para nosotros es clara. No se trata de compartir desde la abundancia, desde lo que nos sobra. Se trata, ante todo, de compartir desde la necesidad, desde lo poco que se posee y que es necesario, porque así el compartir tendrá pleno sentido. En el texto que nos ocupa no se trata solamente de calmar el hambre material, es también la oportunidad para calmar el hambre espiritual, esa hambre que todos llevamos dentro, esa necesidad de encontrarle un sentido a nuestra vida, a lo que hacemos y lo que queremos. Es la búsqueda continua de aquello que nos ayuda a ser mejores personas, a darnos a los demás desde nuestra propia fragilidad. Así seremos más felices y nuestra vida se llenará de sentido. “Compartir, compartir con alegría” es un estribillo que hemos escuchado muchas veces a raíz de la campaña de comunicación cristiana de bienes, que se hace cada año durante la cuaresma. Creo que esa frase nos ayuda a comprender el verdadero sentido del compartir, de lo que las lecturas de este domingo nos quieren transmitir como mensaje. Interioricémoslo y hagámoslo vida.

El descanso es necesario

El ritmo de la vida moderna es acelerado. Casi no hay tiempo para nada. La obsesión de la productividad, la eficiencia y el rendimiento es algo que amenaza seriamente la salud de las personas, la estabilidad emocional y familiar. Todo porque vamos de prisa, muchas veces sin saber hacia dónde, pero debemos llegar lo más pronto posible. Nos negamos el descanso, lo que los antiguos llamaban el ocio, contrapuesto a lo que es el negocio –negar el ocio- pues es lo que cuenta y por lo que ordinariamente somos medidos y evaluados. Qué distinta es la actitud de Jesús ante la urgencia apostólica de sus discípulos, que por estar en las tareas del anuncio del evangelio no les queda tiempo para el descanso. Por eso los invita a que “vayan con él a un lugar solitario para que tengan un poco de descanso”. Sin embargo, la gente se da cuenta, llegan primero al lugar donde iban a descansar y nos dice el texto que “Jesús sintió compasión de ellos porque los vio como ovejas sin pastor”. Hay una dinámica interna en este texto que nos permite descubrir por un lado, la actitud profundamente humana y comprensiva de Jesús que ve que sus discípulos están cansados por el trabajo apostólico y por otro lado, la exigencia de la gente, el querer escuchar la palabra de Jesús, los signos que hacía. Esto me lleva a pensar en lo que es nuestro trabajo hoy en día. Son horarios extenuantes, jornadas de nunca acabar, no hay tiempo para lo personal, lo social, lo familiar. Se resienten los miembros de la familia porque no encuentran espacios y tiempos para compartir con quienes trabajan. El trabajo y las responsabilidades afines se han convertido en la primera, principal y casi única prioridad en la vida de muchos esposos, padres, madres, jefes de hogar, profesionales. Solo tenemos tiempo para el trabajo, lo demás pasa a segundo, tercer o cuarto plano, si queda algo de tiempo. Qué importante es el tiempo de descanso, de recreación, de ocio, de vacaciones. Son períodos necesarios en la vida de toda persona, porque permiten recuperar las fuerzas perdidas, las energías  consumidas, los afectos y lazos familiares descuidados u olvidados. No es solo cuestión de legislación laboral, es asunto de necesidad de la persona por salud mental, por tantos motivos que nos permiten reconocer dicha necesidad. Bien sabia es la legislación cuando solo en situaciones especiales permite que al empleado se le compense el tiempo de vacaciones en  dinero. Todos, absolutamente todos, necesitamos el ocio, el recrearnos, el descansar. No es algo que signifique pérdida de tiempo como algunos pueden pensar. Si no, analicemos  cómo llegamos renovados a asumir nuestras responsabilidades después de un tiempo de descanso. Hay oxigenación. El descanso es necesario para todos. No lo desaprovechemos y que sea renovador.

¿Qué es ser profeta?

La vocación es ante todo un don de Dios. No es algo que dependa completamente de nuestra libre decisión. Se mezclan la acción de la gracia y la respuesta de la persona. Sin embargo, la misión es la que el Señor quiere confiarle a quien es escogido. La tarea es aquella que el Señor le tiene preparada. De cada persona depende la respuesta y la manera de realizarla. Es el caso de Amós, en la primera lectura de este domingo, lo es también en el pasaje del Evangelio que se nos ofrece para nuestra consideración. El llamado del Señor se va repitiendo a lo largo de la historia, pues Él necesita de personas concretas, con características propias, con una historia particular vivida en un contexto específico. Cada uno de nosotros tiene un llamado especial para una tarea particular. Son la vocación y la misión. La una va unida a la otra. Se interrelacionan y se integran. Vocación sin misión es tan solo algo abstracto. Misión sin vocación es algo incomprensible, por decir lo menos. La vocación es para una misión. Es el caso del profeta Amós. Llega a responder “no soy profeta ni hijo de profeta. Soy pastor y cultivador de higos”. El Señor le dice “ve y profetiza a mi pueblo de Israel”. Llamado y enviado. En el Evangelio sucede algo semejante. El Señor llama a los doce y los envía de dos en dos. Son los mismos verbos “llamar y enviar en misión”. Hay unos signos que acompañan el envío y unas actitudes que garantizan el cumplimiento de la misión. Todo esto se expresa en señales que la gente percibe y por lo tanto confirma la misión de quienes han sido enviados. Hoy, cuando el mundo se ha tecnificado, cuando las distancias se han acortado, cuando el progreso es una de las características de nuestro tiempo, podemos preguntarnos si esos dos elementos, vocación y misión se dan también. La respuesta es clara: sí. Lo que sucede es que las cosas se dan de manera diferente. El llamado y el envío se dan dentro del contexto del momento actual para responder a necesidades concretas conforme a la situación que se vive. Podemos decir que ser profeta o apóstol, en pleno siglo XXI, es diferente a lo que podía ser en los tiempos de Amós el profeta o en la época de Jesús. Sin embargo, el mundo sigue teniendo necesidad de hombres y mujeres que asuman la tarea de ser profetas, de ser voz de los que no tienen voz; que asuman el desafío de ser apóstoles, enviados, en un mundo que no tiene oídos bien dispuestos para escuchar su mensaje. A pesar de todo, el mensaje debe ser anunciado, el pecado debe ser denunciado y la esperanza deber ser proclamada. Son hombres y mujeres que se la juegan toda, incluso la vida, para cumplir la misión que se les ha confiado al ser llamados y enviados. Me pregunto si somos conscientes, todos y cada uno de los bautizados de lo que significa la vocación a la que hemos sido llamados. Si estamos dispuestos a asumir la tarea, a realizar la misión, que se nos ha confiado. Es cierto que debemos tener en cuenta los cambios históricos, los contextos diferentes, en los cuales se deben realizar y vivir nuestros compromisos. De todas maneras, no podemos olvidar que ser cristiano no es solo ir a misa, orar personalmente o en familia, leer la palabra de Dios. Es algo más, es dar lo mejor de nosotros mismos para cumplir la misión que tenemos.

Nadie es profeta en su tierra

Qué difícil es realizar una misión en medio de personas que lo conocen a uno muy bien. Pienso en un médico que ejerce su profesión en un pueblo pequeño donde todos son conocidos y hay muchos familiares suyos. Me viene a la mente la imagen de un profesor que debe enseñar a sus propios parientes y no es fácil que los padres de esos niños comprendan la diferencia entre la exigencia de formación y preparación para la vida, y los vínculos familiares. Reflexiono sobre lo anterior y pienso en el ejercicio de mi sacerdocio. No es fácil desempeñarse adecuadamente cuando te encuentras rodeado de personas que te conocen desde niño, que han sido tus compañeros de juegos, que han estudiado contigo en el colegio, o has compartido con ellos la vida universitaria. Hay muchos aspectos de tu manera de ser que ellos no aceptan, otros que te critican y algunos que te censuran. Al leer el texto del Evangelio de este domingo, encuentro reflejada esta problemática, pero vivida en la persona de Jesús. Sus coterráneos, personas que habían compartido con Él su infancia, les llamaba la atención lo que hacía, les costaba ver y comprender los signos que realizaba. Sabían que era un niño común y corriente, un joven como todos. De pronto, se produce en esa persona un cambio radical, habla un lenguaje para ellos desconcertante, realiza unos signos que no saben por qué los hace. Las preguntas no se hacen esperar ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado?¿Y esos milagros de sus manos? El mismo texto nos da la respuesta “se extrañó de su falta de fe”. La razón es clara “no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. O como dice en otro lugar “nadie es profeta en su tierra”. Volviendo a lo que refería al comienzo de mi columna, es lo que le sucede al médico cuando debe opinar sobre algo que tenga que ver con la salud de un familiar, no le creen, se preguntan si sabrá o no, en fin, se tejen muchas dudas. Hay algo en el fondo que nos cuesta aceptar: la vida cambia, las personas van madurando, las realidades se transforman, no todo puede seguir siendo igual. Y dentro de eso, el hacer realidad la misión, la vocación a la cual alguien se ha sentido llamado es cuestión de fe. Así hayamos compartido con muchas de esas personas, podemos seguir siendo los mismos, aunque internamente ya no lo seamos. Si miro lo que sucedió en mi hace 48 años cuando recibí la ordenación sacerdotal, externamente puedo decir que nada cambió, pero internamente dejé de ser el que era. Eso le sucedió a Jesús. El bautismo y la misión recibida del Padre, lo cambiaron, lo hicieron una persona nueva, sin dejar de ser lo que había sido, era alguien diferente. Las acciones que realizaba, las palabras que decía, así lo confirmaban. Era su misión.

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