El desierto es un lugar de paso, presenta grandes retos, despierta inquietudes, genera incertidumbre, pero aligera la vida porque solo se va con lo mínimo necesario.
El desierto es la tierra de la gran soledad, del horizonte abierto y el reto continuo de superar los cambios extremos… es una realidad de vida intensa, aunque todo sea provisional, precario, pasajero, monótono, cotidiano. Arena por todas partes y los transeúntes del desierto jadeantes ante tanta exigencia. En el desierto todo es real, sin apariencia, purificado de lo efímero, reducido a lo esencial, a lo indispensable. El desierto es silencio, soledad, abstinencia, ausencia… fascinación y susto porque hay que enfrentarse con uno mismo. Allí no hay límites: arena y yo… sin fronteras. Lo esencial del desierto es la ausencia de otros, el ayuno de encuentros y la abstinencia de presencias… como el pueblo de Israel al salir de Egipto (Ex 5,1; 15,22; 16,1; Dt 2,7; 8,2-4; Os 13,5) al regresar del destierro (Is 35,1; 40,3; 43,19) y descrito por el NT como preparación del pueblo (Mt 3,1-3) y prueba de Jesús, que supera y mantiene la fidelidad a la misión (Mt 4,1; Hb 2,18; 4,15; Hch 7,30-44).
La gran prueba del desierto es la fe. No ver nada, perder la seguridad de caminar por el desierto, sumergido en la arena y sabiendo que Dios es toda la seguridad de la presencia. Sin fe no se puede vivir… y menos caminar por el desierto. Solo viviendo la monotonía del desierto… se agradece la fertilidad de la tierra… y el florecer precario que engalana fugazmente el horizonte, permite soñar con un espacio distinto y otra forma de vida plena y vital; más allá de haber sobrepasado la exigencia de la fragilidad, precariedad, pobreza, cansancio y fatiga. Allí se hace fascinante el sentir y gustar como la soledad se vuelve comunión y espacio de llamada, respuesta y encuentro. En el desierto también espera y seduce Dios… pero “Bajo tu gran cielo, en soledad y silencio, con humilde corazón, estaré ante Ti cara a cara. En este mundo laborioso, de herramientas y luchas y multitudes con prisa, ¿estaré ante Ti cara a cara?” (Rabindranath Tagore).
El desierto coloca en crisis y hace crecer la existencia, da valor a lo importante, desecha lo que perturba o estorba el vivir. El desierto es la vocación grandiosa del ser humano que camina en el contexto de lo cotidiano… la grandeza enmarcada en lo rutinario. El misterio encarnado en lo repetido. En el desierto se dan encuentros que prueban la fidelidad de aceptar y querer la vida; se presenta el examen de profundidad… para que Dios se quede invadiéndonos. Solo puede haber encuentro en el desierto: porque allí descubrimos y leemos el misterio de la vida, de la presencia, y del encuentro. El desierto es ambivalente al ser lugar de dificultades, sin seguridades a que aferrarse (salir del propio amor querer e interés EE189) dureza y exigencia, pero al mismo tiempo espacio sagrado para el encuentro y la intimidad con Dios (comunicación del creador y la creatura EE 15). Que esta situación que atravesamos de experiencias de despojo, fragilidad, vulnerabilidad, crisis…, “ablande” nuestros corazones y los dejemos modelar y, de ese modo, seamos más receptivos y creativos.
El desierto agota, satura, gasta… se tiene la impresión de que la tarea aplasta y lanza a la zozobra. Sin embargo, en el desierto esta Dios y donde EL esta hay sorpresas… porque EL es lo nuevo. Dios quiere hacer un ser humano nuevo, que viva en una tierra nueva y pueda organizar un cielo nuevo. De ahí que es un Dios imprevisible en sus exigencias: «ensancha el espacio de la tienda, despliega sin miedo la lona, alarga las cuerdas, clava bien las estacas, porque Dios quiere que amplíe la carpa en todas las direcciones» (Is 54, 2-3) Dios en el desierto de nuestro vivir cotidiano espera cambios radicales, transformaciones profundas… Dios es ante todo novedad.
El desierto regala realismo y búsqueda de lo que en verdad vale la pena, porque habíamos puesto nuestra seguridad en algo incapaz de otorgarla. Creo que nos habíamos quedado sin Principio y Fundamento, por no estar afianzados sobre roca y habíamos olvidado a quien nos ha llamado. Es el momento de buscar nuestras raíces más profundas. Cuando ese recorrido se vive adecuadamente, es probable constatar, con el Peregrino, sin necesidad de otra herida en la rodilla, ir a fondo por haber tocado Fondo. En efecto, antes o después, el desierto nos conduce hacia el fondo estable y quieto, aquello que queda cuando hemos soltado –voluntaria o involuntariamente– todo lo demás (“para que el Criador y Señor obre más ciertamente en la su criatura, si por ventura la tal ánima está muy afectada y inclinada a una cosa desordenadamente, muy conveniente es moverse, poniendo todas sus fuerzas, para venir al contrario de lo que está mal afectada” EE 16).
En medio del desierto actual, seamos conscientes de los cambios necesarios de la propia vida y del mundo. No somos los de ayer, hay una invitación a nacer de nuevo, a mantener un dinamismo de vida que se ponga a favor de los pequeños, excluidos, marginados y perdedores; el reto de ser samaritanos en este camino y trabajadores en el hospital de campaña para la humanidad. Aquí en el desierto… intentamos lo nuevo. Cambiamos el proceder para tener los sentimientos de Cristo (Fil 2,5). Hoy podemos tener un corazón nuevo… sorprender a los otros con novedades. Ofrecer la novedad de ser seres humanos nuevos en la cotidianidad del desierto… para ser capaces de irrumpir con un resurgir de cielos nuevos y tierra nueva.