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Experiencia fundante de Ignacio: mirar «nuevas todas las cosas»

Espiritualidad Encarnada y Apostólica

Por: P. Guillermo Zapata, SJ

«Llegó con tres heridas, la de amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene, la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo, la de la vida, la de la muerte la del amor».
Miguel Hernández

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Homilía, mayo 20 de 2021
Misa de San Ignacio
Capilla Centro Espiritualidad Pedro Legaria
Hnas Esclavas de Cristo Rey

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El camino de El peregrino de Loyola comenzó en Guipúscua, con la pacificación de dos bandos opuestos, el 20 de Mayo de 1521. Aquel herido en su pierna derecha, en medio de la confusión, la incertidumbre, el dolor por haber sido abaleado, desató fecundas tensiones, polaridades, contradicciones, que inmovilizan de todo su cuerpo, mas no su espíritu; a tal punto que el mismo enfermo queda sorprendido. ¿Qué es esta sensación que nace de la escucha de unas heridas? Este extraño buscar y hallar, en medio de un inmenso campo de batalla en el que Ignacio pretendió ser mediador de paz. Pero, hora, intervienen otras facciones contrarias, en un orden que exige nuevas armas. Íñigo ensaya el dialogo interior y experimenta una verdadera metamorfosis. En busca de ayudas y confirmaciones sale para Montserrat y siente que poco a poco va saliendo de su postración, en medio de conversaciones, confesiones, diálogos que le van permitiendo leer de nuevo su historia.

Descartes afirma que busca la certeza, la claridad mental, Ignacio abre un amplio horizonte fundante de su vida que le permite barruntar una respuesta que le sostenga, aunque sea por algún momento, sobre ¿quién es él? ¿de dónde viene? y ¿hasta dónde va a llegar todo lo que experimenta? Su visión pragmática le hace afirmar: «porque, así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, por la misma manera todo modo de disponer el alma » (EE 1), todo modo de entrar en ese nuevo orden del escuchar, interpretar, meditar, contemplar, en síntesis, todo aquello afecta la totalidad de su nuestro ser, Ignacio lo bautiza con el nombre de  «Ejercicios Espirituales». Esta arqueología de sí mismo que se entreteje con todas las estaciones de la vida, precisamente allí donde se confunden luces, claridades, oscuridades, sufrimiento, muerte, vida.

En una carta al Dr. Miona, su confesor, escribe sobre la experiencia espiritual de los Ejercicios: «los EE son todo lo mejor que yo en esta vida puedo pensar, sentir, entender, tanto para poderse aprovechar a sí mismo, como para poder fructificar ayudar y aprovechar a muchos» (MHSI, serie I Epistolae Sti. Ignati, t.1, p.113). La totalidad de la vida, se despliega en ese horizonte de sentido, de Gracia, conversión y resurrección. Los Ejercicios Espirituales se convierte en sacramento, que nos revelan la experiencia fundante de Ignacio.

Si el evangelio es el relato de la experiencia profunda del encuentro con Dios, los EE son el evangelio en el que Ignacio nos transparenta vida su entera que se abren con esta afirmación sobrecogedora: somos «creados para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor…» (EE 21). La alabanza, el servicio y la contemplación, son el modo de ser que nos pone en marcha como peregrinos del pueblo de Dios. Es una nueva vida en el Espíritu en el que el ejercitante participa en el servicio al reino de Dios en la Iglesia.

Se nace varias veces, pero hay un nacimiento que se configura como definitivo. Los nueve meses de convalecencia y postración, permitieron un éxodo de este penitente, que se reconcilió con Dios, con el mundo, con la vida. Dejemos que Él mismo nos lo cuente al relatarnos sus días manresanos: «le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole…». Justo allí, al borde de un camino, como aquella relato del Samaritano, que en Ignacio es sucede junto a una iglesia abandonada, -¿otro poverello de Asís?- «y esta Iglesia, creo que se llama San Pablo»… Y al tumbarse junto al río, el cual iba tan hondo como el torrente del Espíritu que le estaba calando hasta los huesos… Y estando allí sentado, sumido en su propia realidad concreta, sin ilusiones ni fantasmagorías: «se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento… y con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas» (San Ignacio, Autobiografía n. 30). Este ordo amoris de Dios, es la confirmación, aún temprana, de que Ignacio pertenece totalmente a Dios. Aquella luz que segó a Pablo de Tarso, brilla ahora, para Ignacio, al borde del camino junto al río Cardoner. Esta ilustración sanó totalmente su caminar. A pesar de haber quedado cojo para toda su vida, apoyado en sus limitaciones, su carácter, sus sombras, fue traspasado por una realidad tan honda, que le restituyó para siempre, en lo más íntimo de su propia intimidad. Ignacio experimentó su proceso de divinización, de cristificación que luego se le confirmará el haber sido puesto con el Hijo en su paso por Roma.

Y así, cojeando, como pudo, con su baja estatura, peregrinó de Barcelona a Jerusalén ahondando en su razón geográfica de la «composición viendo un lugar» (EE 47) el escuchar, el ver, el oír el encontrarse con el Dios encarnado en su historia y en a historia. Un modo de ser en el que, orar y ser se funden pasando por lo más concreto. Ignacio se deteniene em Jerusalén ante la piedra sobre la que Jesús puso su pié al ascender a Dios. O ante el lugar donde nace Jesús. Ignacio asciende al mundo de la cultura, de la teología, las artes, como alumno, un tanto mayor en edad, de aquella Universidad de Paris, en la que fue estudiante de Artes, y contagia de su pasión por este ordo amoris, a 7 compañeros más, aquellos que vivieron en el Colegio Santa Bárbara del Le Cartière Latine. La incertidumbre nunca les abandonó, sin embargo, siempre se pusieron dócilmente en la manos de Dios. Estos orantes del camino, en esa via crucis que se transforma en via lucis, encarnaron los coloquios y pidieron insistentemente a Dios Padre, a través de la Virgen de Marzo, ser puesto con el Hijo y esta llevó ante Dios su deliberación, discernimiento y decisión. Dios les condujo a los pies del Papa Paulo III, y ocurre otro nacimiento: La Compañía de Jesús. Los jesuitas nacen, animados por Ignacio, a la sombra de la cruz.

Lejos quedó aquel hombre «dado a las vanidades del mundo, que principalmente se deleitaba en ejercicio de armas, con grande y vano honor de ganar honra» (Autobiografía n.1, BAC, 1997, p. 100). —sería ésta la razón por la que prohibieron la autobiografía de este varón medievaI—. Sin embargo, el medio de tantas noches oscuras, el Espíritu le condujo hasta ese taller de barro y fuego que es la libertad. Esta potencia obediencialis, o disposición de acoger la voluntad de Dios, una vez hallada fue su norma de vida: «por lo cual es menester hacernos indiferentes (libres) ante todas las cosas, de tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor … solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» (EE 21). Desear, querer, elegir toda una redención del deseo traducido como pobreza, humildad, docilidad ante Dios, en una palabra libertad ante Dios. Es el «Magis» alcanzado desde el «Minus»; y esta es minoridad, del Dios pobre y humilde se revela en medio la confianza en la debilidad, porque: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» anota san Pablo (2 Cor. 12, 10)… «Algo me está diciendo que me entregue totalmente… en la esperanza de ser transformado. ¿Por qué para ir hacia arriba, tengo que ir hacia abajo?» de los versos de Oosterhuis. Pedro Arrupe, con su voz de profeta de nuestros tiempos lo describe de esta manera: «No teman, la empresa grande, mirando sus fuerzas pequeñas, pues toda nuestra suficiencia ha de venir del que para esta obra los llamó y ha de dar lo que para su servicio es necesario».

Qué significa, entonces, seguir al Señor hoy. Significa “reconocer que uno es pecador y, sin embargo, llamado a ser compañero de Jesús, como lo fue San Ignacio (CG XXXII d2, 1).

Este peregrinar en el que el evangelio bajó de la mente al corazón; este ser capaces de abrazar y llorar, y de ver «con mucho afecto como todos los bienes desciende de arriba» (EE 237), reedita ese quedar enamorados de Dios, como, Pablo, como Ignacio, y Francisco Javier… es el Espíritu que hoy guía a la Iglesia en el pastoreo del Papa Francisco, y tantos hombres y mujeres que sienten que los ejercicios espirituales la Evangelii Gaudium, la alegría del evangelio, que nos sigue invitando a que todos seamos hermanos Fratelli Tutti, en este mundo inmenso y maravilloso por el cual proclamamos Laudato sia il mio Signore, al que nos invita el ejercitante consolado, que mira como todo el bien desciende de arriba, a ejemplo de Aquel que «siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando su condición de siervo» (Fil. 2, 5). Ignacio se despojó de todo apego y se transformó sus heridas en experiencia de salvación, sus heridas nos han curado, nos han enviado, y nos siguen enviando a un mundo nuevamente herido y necesitado de redención.

Concluyamos esta meditación con los versos de Miguel Hernández: «Llegó con tres heridas, la de amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene, la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo, la de la vida, la de la muerte la del amor».

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