El pasado 14 de marzo, nuestro hermano Antonio Silva, SJ cumplió 100 años. En comunidad, celebramos su vida y compartimos el agradecimiento que él escribió y que fue leído en la eucaristía.
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Gracias, Señor, porque me hiciste nacer en el seno de una familia de cristianas costumbres. Mis padres, con 8 hijos (4 niñas y 4 niños), vivieron felices; celebraron sus Bodas de Oro matrimoniales. Papá Roberto falleció de 96 años. Mamá Rosita, de 104.
Mi padre era de origen campesino, sano de alma y cuerpo. Ni fumaba ni tomaba. Su genio era alegre y optimista. En nuestros paseos a pie por la carrilera del tren, a mi padre le encantaba ir pisando la hojarasca reseca, por el gusto de escuchar el crujido. Esa alma de niño feliz la heredamos todos sus hijos y sus nietos. La dicha es fácil.
Papá Roberto nos enseñó a nadar en el río, a montar a caballo, a ordeñar las vacas, a segar alfalfa, a jugar al tejo, a elevar cometas, a jugar al pan y quesito lanzando sobre la superficie del lago una piedra que se deslizaba sin hundirse.
Así que mi primera Compañía fue mi Familia, desde que nací, hace 100 años. Jamás en la vida me sentí solo. Andando el tiempo, mi padre fue nombrado magistrado del Tribunal de Santa Rosa de Viterbo. Allá vivimos 4 años. Mi hermano Hernando y yo estudiábamos en la escuela. Lo más importante en el pueblo era el Filosofado de los Jesuitas. Pertenecimos a la Cruzada Eucarística y fuimos acólitos de los jesuitas. Ellos visitaban nuestra escuela y nos enseñaban cantos y juegos.
Nosotros de niños íbamos a La Quinta, como se llamaba el gran edificio del Filosofado. Los jesuitas nos obsequiaban biografías de los santos jesuitas y así vinimos a conocer la Compañía de Jesús. San Ignacio la había fundado para salvar almas. Y era una orden mundial, abarcaba los cinco continentes. Descubrí que la Compañía de Jesús era una Compañía Trasnacional de Seguros de Vida Temporal y Eterna. No dudé un momento: al cumplir los 15, solicité la entrada al Noviciado y me la concedieron. Yo, de niño, intuía: “Estos jóvenes jesuitas son felices. Yo quiero llegar a ser como ellos”. Nunca me sentí llamado por Dios, sino que los jesuitas me engatusaron con su alegría y sencillez. Fui misionero rural por Colombia, así nacieron mis poesías y mis novelas.
En el Noviciado se nos enseñó que “en la Compañía de Jesús lavar escudillas es salvar almas”. O sea que hiciéramos lo que hiciéramos, estábamos misionando como santa Teresita desde su convento, sin necesidad de ir a tierras de misión. A las cuatro de la mañana nos despertaba una campanilla. Felices, corríamos a las duchas de agua helada, nos bañábamos y nos vestíamos. Ofrecimiento de obras en la capilla. Misa en latín. La Comunión la recibíamos de rodillas y en la lengua.
Después del desayuno, lavábamos los platos cantando y charlando; estábamos salvando almas. Luego clases y estudios. En los intermedios de las clases, barríamos y trapeábamos los corredores (salvando almas). Para nosotros, novicios quinceañeros, esos quehaceres domésticos no eran un trabajo, eran una diversión.
En la Universidad Javeriana el día de descanso era el jueves. Madrugábamos a salir de paseo por esos campos de Dios, morral a cuestas. Paseos de olla. O mejor, paseos de paila, porque un compañero mío jesuita me enseñó a batir melcochas. Fue el único título que obtuve en la Universidad: Maestría en Melcochas.
Mis convicciones
El Diablo no existe. Muy tonto y muy cruel sería Dios si creara un anti-Dios indestructible que le saboteara su Creación. El Diablo fue invento de los cavernícolas, aterrorizados por las tempestades, los terremotos y demás fenómenos de la Naturaleza. A alguien tenían que achacarle la autoría de las catástrofes.
El Infierno no existe. Sería Dios un monstruo de crueldad trayendo a esta vida seres que nunca le pidieron venir y castigándolos después por pecados inevitables. Los terrícolas somos demasiado insignificantes para fastidiar a Dios. Dios no puede sufrir.
El Cielo. Es de otra dimensión, inimaginable. Si volviéramos a la Nada, la humanidad habría sido una divina ociosidad. Pero Dios no es ocioso. Dios es Amor. Nos creó porque le sobraba felicidad y quiso compartirla (y a lo mejor también para recrearse, viéndonos felices). Nos creó para que disfrutáramos de este Paraíso Terrenal.
Los extraterrestres. Se han descubierto miles de planetas habitables. Pensar que solo la Tierra alberga seres vivos es tan ingenuo como creer que solo una guayaba contiene gusanos. Se me dirá: no hay pruebas de habitantes en otros planetas. Respondo: la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia.
Mi oración. No es de petición sino de acción de gracias y de admiración. Teresita de Lisieux vivía extasiada contemplando la naturaleza. Y decía que esa era verdadera oración. Esa es mi oración. Soy contemplativo en la acción. Que lo digan mis poemas.
Gracias, Señor, por haber diseñado y construido durante millones de años este maravilloso Universo que alberga millones de galaxias y en las galaxias, trillones de seres vivos y pensantes (y extasiados ante el milagro de su propia existencia). Día vendrá en que ellos nos enseñen a los terrícolas a convivir en armonía y en vez de derrochar dinero en guerras y armas, nos enseñarán a invertirlo en agricultura, industrias, educación, artes y ciencias. Los hombres son los únicos animales que fabrican armas y se ufanan de ello. ¡Qué monstruosidad! Supriman el gasto bélico y se acabarán el hambre y la pobreza.
Gracias, mi querida Compañía de Jesús, porque fuiste mi segundo hogar, con Padres y Hermanos con quienes conviví en armonía fraternal, alegre y optimista.
Antonio Silva Mojica, SJ
En el día de mi Primer Centenario.