Por: Francisco de Roux, S.J.Noviembre 5, 2015 En el momento de su asesinato tenía 43 años, y mientras era magistrado en el Consejo de Estado preparaba el doctorado en Ciencia Políticas en la Universidad de París, bajo la dirección de Maurice Duverger. Tenía una maestría en Filosofía del Derecho y experiencia en el Consejo de Estado de Francia. Invitado por la Universidad de Notre Dame, escribió varios artículos, uno de ellos sobre el proceso de paz de B. Betancur, publicados en 1985 por Claude Julien, director de Le Monde Diplomatique. Carlos Horacio fue un defensor del diálogo y la no violencia y un persistente trabajador para que los cristianos lucharan desde dentro de las instituciones para transformarlas. Así se dirigió a los participantes en un evento en 1984: “Hacemos un llamamiento a todos los cristianos para que, superando diferencias ideológicas, estemos presentes en esta hora de diálogo. No podemos eludir esta responsabilidad porque la paz es expresión de la fraternidad de Cristo que reconcilió a todos los hombres con Dios y porque las injusticias, las desigualdades y las violencias son un rechazo al don de la paz del Señor. Más aún, un rechazo al Señor mismo”. Era un católico practicante. Quería a la Iglesia, y alimentaba su compromiso laico desde el Concilio Vaticano II y los documentos del Celam de Medellín, 1968. En 1971 publicó un análisis histórico del episcopado colombiano desde el Patronato Español hasta el papa Paulo VI, con la hipótesis, interesante y discutible, de que la Jerarquía había carecido de una propuesta propia para actuar con claridad e independencia en el campo de lo público; por esta ausencia, los obispos, con pocas excepciones, habían obrado de manera reactiva, acomodándose a las demandas de las élites católicas de los dos partidos y de sus intereses, contradicciones y pasiones; en consecuencia, se habían enredado primero con el Partido Conservador y posteriormente con el Frente Nacional, sin situarse con profundidad y libertad en la sociedad desde la identidad propia del Evangelio y de la Enseñanza Social de la Iglesia desde León XIII. Por eso, juzgaba, la Jerarquía no había podido ser el líder de la paz y de la unión que necesitaban los colombianos. Él nos acercó con alegría a sus amores profundos: Ana María Bidegaín, su esposa y compañera en las luchas cristianas y trabajos históricos, y madre de sus hijas, Anahí, Helena, Mairée y Xiomara. Quienes desde el día en que mataron a Carlos Horacio han luchado no solamente por la dignidad de su esposo y padre, sino también por todas las viudas, huérfanas y víctimas de Colombia. “Desde hace varios años –escriben ellas– hemos venido pidiendo verdad y justicia ante los tribunales colombianos. Si bien el caso ha avanzado en algunos momentos, son más las barreras y obstrucciones a la justicia, incluso desde el propio Poder Ejecutivo, con las que hemos estado enfrentadas. Por eso el caso sigue actualmente en la más completa impunidad”. Al matar a Carlos Horacio mataron el sueño de Ana María y de sus hijas en el Palacio de Justicia, sin duda el hecho más dramático de esta guerra colombiana que daña todo lo que toca: dañó los ideales revolucionarios, al Ejército y a la Policía, a la Presidencia y sus ministros y al Congreso, y dañó a la justicia hasta asesinarla; y mientas no pare, seguirá dañándonos a todos y a todas hasta el infinito.