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Sentido del compartir

Hay situaciones en la vida que nos impactan. Son imágenes que llevamos grabadas en el corazón y que nos marcan para siempre. Pensemos, por ejemplo, en la madre que da su vida por el hijo enfermo, que no se detiene al salvar su vida o darle alimento y hace todo lo que esté a su alcance. Esto contrasta con lo que nos muestran las noticias en el mundo de hoy. Lo personal, lo que beneficia a cada uno, lo que responde a las propias conveniencias e intereses es lo que cuenta. Al leer el Evangelio de este domingo y la primera lectura nos encontramos ante lo que significa el compartir, el pensar en las necesidades de los demás, en lo que puede ser su bienestar o lo que lo ayuda. Nos lo presenta la primera lectura cuando llegan donde el profeta Eliseo con unos panes como primicias. La respuesta del profeta no se hace esperar: “dáselos a la gente para que coma”. Ante la actitud del criado que dice “¿cómo voy a repartir estos panes entre cien hombres?”, el profeta le dice “dáselos a la gente para que coman, porque esto dice el Señor: ‘Comerán todos y sobrará’”. Lo mismo nos expresa el pasaje del Evangelio. Es la escena de la multiplicación de los panes, ampliamente conocida por todos. Con pocos panes y peces se da de comer a una multitud y sobra comida. Humanamente, es algo incomprensible, nos muestra el sentido de profunda humanidad de Jesús ante una necesidad de la gente. No podía permanecer indiferente, no los podía enviar a sus casas porque desfallecerían en el camino. Algo había que hacer. Y lo hace. Los discípulos confían y creen en la palabra de Jesús. El signo se da. La lección para nosotros es clara. No se trata de compartir desde la abundancia, desde lo que nos sobra. Se trata, ante todo, de compartir desde la necesidad, desde lo poco que se posee y que es necesario, porque así el compartir tendrá pleno sentido. En el texto que nos ocupa no se trata solamente de calmar el hambre material, es también la oportunidad para calmar el hambre espiritual, esa hambre que todos llevamos dentro, esa necesidad de encontrarle un sentido a nuestra vida, a lo que hacemos y lo que queremos. Es la búsqueda continua de aquello que nos ayuda a ser mejores personas, a darnos a los demás desde nuestra propia fragilidad. Así seremos más felices y nuestra vida se llenará de sentido. “Compartir, compartir con alegría” es un estribillo que hemos escuchado muchas veces a raíz de la campaña de comunicación cristiana de bienes, que se hace cada año durante la cuaresma. Creo que esa frase nos ayuda a comprender el verdadero sentido del compartir, de lo que las lecturas de este domingo nos quieren transmitir como mensaje. Interioricémoslo y hagámoslo vida.

El descanso es necesario

El ritmo de la vida moderna es acelerado. Casi no hay tiempo para nada. La obsesión de la productividad, la eficiencia y el rendimiento es algo que amenaza seriamente la salud de las personas, la estabilidad emocional y familiar. Todo porque vamos de prisa, muchas veces sin saber hacia dónde, pero debemos llegar lo más pronto posible. Nos negamos el descanso, lo que los antiguos llamaban el ocio, contrapuesto a lo que es el negocio –negar el ocio- pues es lo que cuenta y por lo que ordinariamente somos medidos y evaluados. Qué distinta es la actitud de Jesús ante la urgencia apostólica de sus discípulos, que por estar en las tareas del anuncio del evangelio no les queda tiempo para el descanso. Por eso los invita a que “vayan con él a un lugar solitario para que tengan un poco de descanso”. Sin embargo, la gente se da cuenta, llegan primero al lugar donde iban a descansar y nos dice el texto que “Jesús sintió compasión de ellos porque los vio como ovejas sin pastor”. Hay una dinámica interna en este texto que nos permite descubrir por un lado, la actitud profundamente humana y comprensiva de Jesús que ve que sus discípulos están cansados por el trabajo apostólico y por otro lado, la exigencia de la gente, el querer escuchar la palabra de Jesús, los signos que hacía. Esto me lleva a pensar en lo que es nuestro trabajo hoy en día. Son horarios extenuantes, jornadas de nunca acabar, no hay tiempo para lo personal, lo social, lo familiar. Se resienten los miembros de la familia porque no encuentran espacios y tiempos para compartir con quienes trabajan. El trabajo y las responsabilidades afines se han convertido en la primera, principal y casi única prioridad en la vida de muchos esposos, padres, madres, jefes de hogar, profesionales. Solo tenemos tiempo para el trabajo, lo demás pasa a segundo, tercer o cuarto plano, si queda algo de tiempo. Qué importante es el tiempo de descanso, de recreación, de ocio, de vacaciones. Son períodos necesarios en la vida de toda persona, porque permiten recuperar las fuerzas perdidas, las energías  consumidas, los afectos y lazos familiares descuidados u olvidados. No es solo cuestión de legislación laboral, es asunto de necesidad de la persona por salud mental, por tantos motivos que nos permiten reconocer dicha necesidad. Bien sabia es la legislación cuando solo en situaciones especiales permite que al empleado se le compense el tiempo de vacaciones en  dinero. Todos, absolutamente todos, necesitamos el ocio, el recrearnos, el descansar. No es algo que signifique pérdida de tiempo como algunos pueden pensar. Si no, analicemos  cómo llegamos renovados a asumir nuestras responsabilidades después de un tiempo de descanso. Hay oxigenación. El descanso es necesario para todos. No lo desaprovechemos y que sea renovador.

¿Qué es ser profeta?

La vocación es ante todo un don de Dios. No es algo que dependa completamente de nuestra libre decisión. Se mezclan la acción de la gracia y la respuesta de la persona. Sin embargo, la misión es la que el Señor quiere confiarle a quien es escogido. La tarea es aquella que el Señor le tiene preparada. De cada persona depende la respuesta y la manera de realizarla. Es el caso de Amós, en la primera lectura de este domingo, lo es también en el pasaje del Evangelio que se nos ofrece para nuestra consideración. El llamado del Señor se va repitiendo a lo largo de la historia, pues Él necesita de personas concretas, con características propias, con una historia particular vivida en un contexto específico. Cada uno de nosotros tiene un llamado especial para una tarea particular. Son la vocación y la misión. La una va unida a la otra. Se interrelacionan y se integran. Vocación sin misión es tan solo algo abstracto. Misión sin vocación es algo incomprensible, por decir lo menos. La vocación es para una misión. Es el caso del profeta Amós. Llega a responder “no soy profeta ni hijo de profeta. Soy pastor y cultivador de higos”. El Señor le dice “ve y profetiza a mi pueblo de Israel”. Llamado y enviado. En el Evangelio sucede algo semejante. El Señor llama a los doce y los envía de dos en dos. Son los mismos verbos “llamar y enviar en misión”. Hay unos signos que acompañan el envío y unas actitudes que garantizan el cumplimiento de la misión. Todo esto se expresa en señales que la gente percibe y por lo tanto confirma la misión de quienes han sido enviados. Hoy, cuando el mundo se ha tecnificado, cuando las distancias se han acortado, cuando el progreso es una de las características de nuestro tiempo, podemos preguntarnos si esos dos elementos, vocación y misión se dan también. La respuesta es clara: sí. Lo que sucede es que las cosas se dan de manera diferente. El llamado y el envío se dan dentro del contexto del momento actual para responder a necesidades concretas conforme a la situación que se vive. Podemos decir que ser profeta o apóstol, en pleno siglo XXI, es diferente a lo que podía ser en los tiempos de Amós el profeta o en la época de Jesús. Sin embargo, el mundo sigue teniendo necesidad de hombres y mujeres que asuman la tarea de ser profetas, de ser voz de los que no tienen voz; que asuman el desafío de ser apóstoles, enviados, en un mundo que no tiene oídos bien dispuestos para escuchar su mensaje. A pesar de todo, el mensaje debe ser anunciado, el pecado debe ser denunciado y la esperanza deber ser proclamada. Son hombres y mujeres que se la juegan toda, incluso la vida, para cumplir la misión que se les ha confiado al ser llamados y enviados. Me pregunto si somos conscientes, todos y cada uno de los bautizados de lo que significa la vocación a la que hemos sido llamados. Si estamos dispuestos a asumir la tarea, a realizar la misión, que se nos ha confiado. Es cierto que debemos tener en cuenta los cambios históricos, los contextos diferentes, en los cuales se deben realizar y vivir nuestros compromisos. De todas maneras, no podemos olvidar que ser cristiano no es solo ir a misa, orar personalmente o en familia, leer la palabra de Dios. Es algo más, es dar lo mejor de nosotros mismos para cumplir la misión que tenemos.

Nadie es profeta en su tierra

Qué difícil es realizar una misión en medio de personas que lo conocen a uno muy bien. Pienso en un médico que ejerce su profesión en un pueblo pequeño donde todos son conocidos y hay muchos familiares suyos. Me viene a la mente la imagen de un profesor que debe enseñar a sus propios parientes y no es fácil que los padres de esos niños comprendan la diferencia entre la exigencia de formación y preparación para la vida, y los vínculos familiares. Reflexiono sobre lo anterior y pienso en el ejercicio de mi sacerdocio. No es fácil desempeñarse adecuadamente cuando te encuentras rodeado de personas que te conocen desde niño, que han sido tus compañeros de juegos, que han estudiado contigo en el colegio, o has compartido con ellos la vida universitaria. Hay muchos aspectos de tu manera de ser que ellos no aceptan, otros que te critican y algunos que te censuran. Al leer el texto del Evangelio de este domingo, encuentro reflejada esta problemática, pero vivida en la persona de Jesús. Sus coterráneos, personas que habían compartido con Él su infancia, les llamaba la atención lo que hacía, les costaba ver y comprender los signos que realizaba. Sabían que era un niño común y corriente, un joven como todos. De pronto, se produce en esa persona un cambio radical, habla un lenguaje para ellos desconcertante, realiza unos signos que no saben por qué los hace. Las preguntas no se hacen esperar ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado?¿Y esos milagros de sus manos? El mismo texto nos da la respuesta “se extrañó de su falta de fe”. La razón es clara “no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. O como dice en otro lugar “nadie es profeta en su tierra”. Volviendo a lo que refería al comienzo de mi columna, es lo que le sucede al médico cuando debe opinar sobre algo que tenga que ver con la salud de un familiar, no le creen, se preguntan si sabrá o no, en fin, se tejen muchas dudas. Hay algo en el fondo que nos cuesta aceptar: la vida cambia, las personas van madurando, las realidades se transforman, no todo puede seguir siendo igual. Y dentro de eso, el hacer realidad la misión, la vocación a la cual alguien se ha sentido llamado es cuestión de fe. Así hayamos compartido con muchas de esas personas, podemos seguir siendo los mismos, aunque internamente ya no lo seamos. Si miro lo que sucedió en mi hace 48 años cuando recibí la ordenación sacerdotal, externamente puedo decir que nada cambió, pero internamente dejé de ser el que era. Eso le sucedió a Jesús. El bautismo y la misión recibida del Padre, lo cambiaron, lo hicieron una persona nueva, sin dejar de ser lo que había sido, era alguien diferente. Las acciones que realizaba, las palabras que decía, así lo confirmaban. Era su misión.

El valor de la equidad

Hay tres términos que consideramos como sinónimos cuando en realidad no lo son. Estos términos son: justicia, igualdad y equidad. Veamos lo que nos dice el diccionario. El término justicia se define como “acción por la que se reconoce o declara lo que pertenece o se debe a alguien”. Podemos colocarlo en la línea del respeto a los derechos de las personas; es lo que expresamos cuando decimos que algo es justo o injusto. En cuanto al término igualdad encontramos que se define como algo “proporcionado, en conveniente relación”. Finalmente, en cuanto al concepto de equidad se define como “cualidad que consiste a atribuir a cada uno aquello a lo que tiene derecho”. Quienes lean esta columna pueden estar pensando que les voy a dar una clase de derecho. Algo completamente ajeno a mi intención. Lo hago porque me llama la atención el texto de la segunda lectura de este domingo. Dice el apóstol Pablo “en el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta”. Más adelante cita un pasaje de la Escritura “al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba”. ¿Dónde está la clave? El núcleo de lo que quiero compartir con mis lectores es lo que dice el título de esta columna: el valor de la equidad. Porque se trata de atender a cada persona conforme a sus necesidades. No se trata de ser simplemente justo, porque dejaríamos las cosas como están actualmente, cada uno con lo suyo, con lo que le corresponde. Tampoco se trata de quedarnos en la igualdad, dando a todos lo mismo, indistintamente. Se trata de comprender las diversas necesidades que tienen las personas y de acuerdo a eso poder pensar en una mejor distribución de las cosas. Esto puede pensarse en diversos niveles. Desde el macro, donde los recursos económicos se dividen conforme a lo que tributan las entidades territoriales, como es el caso de nuestra realidad colombiana, pasando por el micro de la vida familiar, donde se pretende aplicar un criterio de igualdad. La invitación que nos hace el texto es a atender las diversas necesidades, o mejor, considerar a las personas en sus necesidades y proceder conforme a eso. Pienso que si aplicáramos este principio la realidad social de nuestros municipios, departamentos, nación y mundo sería muy distinta. Se trata de que no sobre ni falte. Es lo que nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles acerca de las primeras comunidades cristianas cuando nos dice “que no había pobres, porque a cada uno se daba según su necesidad”. Vale la pena preguntarnos en qué momento de nuestra historia se nos perdió este sentido de la equidad, que al ser aplicada en la realidad de nuestra vida, haría que los problemas fueran menores, o que muy seguramente no los hubiera, que los resentimientos y agresividades fueran cosas y actitudes del pasado y reinara la paz.

El Dios siempre presente

Las situaciones de la vida nos colocan en circunstancias que nos interrogan, nos cuestionan y exigen de nosotros una respuesta adecuada. Pensemos en lo que sucede cuando muere un ser querido, cuando tenemos una grave dificultad económica, cuando las relaciones con alguna persona querida se alteran. No entendemos lo que sucede, nos sentimos angustiados e intranquilos. Y si esto nos sacude interiormente, en lo más profundo de nuestro ser, las cosas se hacen más complejas. Analicemos y veamos por qué. Más de uno de nosotros se puede haber encontrado en una situación semejante a la que nos narra el Evangelio de este domingo. Repentinamente surge una tempestad que amenaza con hundir la barca, el viento es fuerte, “un huracán”. Todos los que van en la barca se atemorizan. Jesús duerme. Lo despiertan y le reclaman “¿no te importa que nos hundamos?”. Jesús calma el viento. Ellos quedan sorprendidos y surge la pregunta “Pero, ¿quién es este?”. Ellos no comprenden lo que ha sucedido, solo que han recuperado la calma. El peligro ha pasado. El Señor está siempre presente en las diversas situaciones y circunstancias de nuestra vida. El camina a nuestro lado, comparte nuestra situación. Es el Dios que se ha hecho uno de nosotros, que sabe del dolor y el sufrimiento humanos. Nos enseña la manera de hacer frente a esas situaciones, a descubrirlo presente y actuante en nuestra cotidianidad. Es hacer vida la escena del Evangelio. Una noche cualquiera, un viaje en barca, una tempestad que aparece imprevistamente. Es posible que creamos que Él está dormido, que se ha alejado, que está muy ocupado. Realmente no es así y no debe serlo. ¿Somos capaces de descubrir al Señor siempre presente en los diversos momentos y circunstancias de la vida? Vale la pena analizar la manera como reaccionamos ante esos imprevistos que nos desacomodan, nos inquietan y nos hacen perder la paz interior. El mensaje de este domingo es una invitación a ser capaces de reconocer en lo ordinario de la vida a ese Dios siempre presente, a no dejarnos intimidar por la dificultad que pueda surgir en un determinado momento. Quizás es para cada uno de nosotros el reclamo que Jesús hace a los discípulos “¿aún no tienen fe?”. Es la manera de decirnos y de invitarnos a revisar las actitudes que tenemos en la vida. Las cosas no suceden gratuitamente. Hay una enseñanza para la vida en cada una de ellas. Necesitamos saber leer, saber discernir, saber analizar. Eso se va aprendiendo con el paso del tiempo y con la actitud que asumamos ante cada una de las cosas y circunstancias. Nuestros miedos son más resultado de nuestras inseguridades que realmente inquietantes. Por eso, si estamos atentos a esos signos y a su lectura, podremos caminar con mayor seguridad en ese sendero de seguimiento de Jesús, que es la esencia de nuestro ser como cristianos.

Feliz día del padre

Una nueva celebración nos llega este domingo. Es parte de las celebraciones que desde hace algún tiempo, no sé exactamente cuántos años, nos llega por aquello del comercio, la sociedad de consumo y demás promociones y campañas. Esto no lo podemos negar. Sin embargo, vale la pena aprovechar la oportunidad para pensar un poco más a fondo el mensaje que nos puede dejar, tomando las cosas con un sentido de reflexión. Desde hace muchos años, casi un siglo, surgió el día de la madre, merecido, por cierto. El mundo vive de celebraciones, las necesita para romper la rutina, para salir de lo ordinario. De allí han ido surgiendo los diferentes días que son promocionados y anunciados como ocasiones especiales. No nos quedemos en lo externo y comercial.  Pensemos que bien vale la pena dedicar un espacio en nuestro diario vivir, unos minutos a reflexionar sobre lo que significa el ser padre dentro del contexto de nuestra vida. Llegamos a la vida por la decisión de un hombre y una mujer. Ellos, con el paso del tiempo, nos van formando, nos dan su amor, van haciendo de nosotros personas con un sentido de la vida y una misión en el mundo. Sobre la madre se ha hablado y escrito mucho. Normalmente, no sucede lo mismo con el padre. Es alguien que juega un papel importante en nuestro desarrollo, aunque su misión pueda estar más orientada hacia fuera del hogar, por su mismo trabajo, es alguien que tiene una tarea y una misión hacia el interior de la familia. Es la persona que ofrece la seguridad, que complementa la misión de la madre, que debe convertirse en amigo de sus hijos, que estos lo busquen en los momentos más importantes de su vida, en la toma de decisiones. El padre no puede ser únicamente el proveedor de lo material, quien vela por el sustento, porque nada falte. Ser papá es asumir el compromiso de formar esos seres que Dios le dio, sus hijos e hijas, preparándolos para la vida, para enfrentar los desafíos y retos que la misma vida les va colocando. Pienso en los adolescentes y jóvenes de nuestro mundo y de nuestro país, pienso en sus temores y ansiedades, en sus dudas y preguntas, en sus incertidumbres y pasos vacilantes. ¿Dónde deben encontrar el apoyo, el consejo y la orientación? En su padre, en la persona que, por la experiencia de la vida puede ser ese guía y consejero. Sin embargo, la realidad nos muestra algo diferente. El gran vacío de comunicación que hay entre papás e hijos. No sucede lo mismo, ordinariamente con las mamás. Hay en ellas una mayor cercanía y confianza con sus hijos. Qué bueno que hoy, al caer en la cuenta de la misión de ser papá, cada uno de mis lectores que lo son o están en camino de serlo comprendan el llamado que la vida misma les hace para que sean en verdad padres para sus hijos, ante todo con el ejemplo de vida, con los valores y actitudes que deben ser para los hijos; testimonio de un camino seguro que se ha de recorrer en la vida. Acuérdate, papá que lees esta columna, que no te puedes quedar solo en lo material y económico, que debes ir más allá y darle sentido a la vocación de ser padre. Por eso, feliz día del padre para todos los papás en su día.

Diciendo y haciendo

Siempre he pensado que la realidad de la vida nos enseña que no se trata solamente de hablar, de decir cosas. Se trata de hacer realidad en la cotidianidad de la vida lo que expresamos con nuestras palabras, lo que dice el adagio popular “diciendo y haciendo”. Quizás mis lectores se pregunten por qué afirmo lo que digo. Trataré de explicarlo. En el pasaje del Evangelio de este domingo le cuentan a Jesús que su madre y sus parientes lo están esperando. Hace una pregunta ¿quiénes son mi madre y mis parientes?  Luego, mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios”. En otra versión dice: “el que escucha la palabra de Dios y la cumple”. El sentido es el mismo. Se trata de cumplir lo que expresamos con nuestras palabras. Se trata de lo que podemos llamar coherencia de vida. Que nuestras acciones respalden  nuestras palabras. O como dice el adagio “obras son amores y no buenas razones”. La coherencia de vida es garantía de asumir un compromiso real y efectivo, de respaldar el discurso  con las obras. Pienso que la realidad de nuestra vida sería muy distinta si cada uno de nosotros hiciera realidad el decir y hacer. Que fuéramos más cautos en las palabras pues deben ir respaldadas por las obras. Otra sería la vida si cumpliéramos lo que prometemos. Desafortunadamente, muchas veces el cumplimiento se vuelve cumplo y miento, es decir aparentemente cumplo, pero interiormente sé que eso es de dientes para afuera, como decimos. Nos falta  asumir el compromiso serio de respaldar con obras la palabra empeñada. El papel aguanta todo, cuando se trata de textos escritos; el viento se lleva las palabras como el humo. La insistencia de Jesús en decir y hacer es clara. De nosotros depende que la asumamos como un compromiso de vida, como la garantía de empeñar nuestra palabra como algo sagrado, como lo era para nuestros mayores pues ellos todo lo hacían basados en el carácter sagrado de la palabra empeñada. No se necesitaban documentos adicionales, los negocios se hacían con la palabra como garantía. Hoy, nos encontramos ante una realidad muy distinta. A pesar de los documentos firmados, los compromisos se quebrantan, los pactos se trasgreden, la palabra no se cumple. Por eso, andamos como andamos. La credibilidad de las personas se ha ido perdiendo; lo mismo sucede con las instituciones. Todo tiene una razón de ser: no se cumplen las promesas hechas y esto trae consecuencias serias, a veces graves, para la convivencia entre personas, grupos, naciones y en el mundo. Los invito para que hagamos un esfuerzo de darle sentido a lo que decimos siendo coherentes con lo que hacemos. Que lo uno sea respaldo de lo otro. Que seamos ejemplo de lo que expresa el titular de esta columna “diciendo y haciendo” o como dice el refrán popular “más pica y menos pico”. La coherencia es una garantía de credibilidad.

Signo de unidad, vínculo de caridad

Decía el adagio “los jueves grandes en el año tres son, jueves santo, de corpus y de la ascensión”. Por esas cosas de los lunes festivos (en cuanto a lo civil) y de la supresión del precepto o fiesta de guarda (en cuanto a lo religioso) solo queda uno de esos jueves, el santo. Los otros dos pasaron al domingo (en lo religioso) y al lunes siguiente (en cuanto al festivo civil). Celebramos este domingo la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Esta fiesta está en íntima conexión y relación con la celebración del jueves santo, solo que la fiesta que nos ocupa está totalmente centrada en la eucaristía como el modo que Jesús instituyó para quedarse con nosotros y ser nuestro alimento espiritual. Ya lo había dicho Él mismo “quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él y tendrá vida eterna”. La Eucaristía es regalo y es don porque nos fortalece, nos da sentido de unidad y fraternidad. Reunirnos en torno a la mesa del Señor para partir el pan eucarístico es construir unidad, es crear comunidad. Es sentirnos llamados a hacer de nuestra vida un testimonio de esa unidad que surge del partir y compartir el pan en la mesa del Señor. Es, al mismo tiempo, vínculo de caridad porque el compartir el pan nos lleva a hacer realidad en la vida diaria el sentido profundo de solidaridad con el más débil y el más necesitado que debe brotar de la mesa eucarística. No podemos, como nos lo dice el apóstol Pablo, compartir la mesa del Señor, partir el pan, si tenemos conciencia de que hay hermanos nuestros que pasan hambre, que tienen necesidad y que nosotros somos para ellos hermanos en la fe, en la esperanza y en el amor. Ha de ser un amor hecho vida, en las situaciones particulares y concretas de cada uno. Reunirnos a escuchar la palabra del Señor, a partir el pan, es también sentirnos convocados para ser solidarios, para ejercer el ministerio de caridad con nuestros hermanos, rostros vivientes de Cristo en el mundo y el momento actual. Pensamos con frecuencia, especialmente los varones, que la Eucaristía es asunto de ancianos, señoras y niños. No hemos caído en la cuenta de que todos, no importa la raza, el género, la edad, el nivel social, tenemos necesidad de fortalecer nuestra vida espiritual para ser capaces de hacer frente a los desafíos del tiempo presente. Desafíos que son cada vez más complejos, más agobiantes y, para lo cual, necesitamos fortaleza interior para afrontarlos. Ahí, la Eucaristía tiene un profundo sentido de alimento y sostén. Construir unidad y crear vínculos de caridad es algo que todos necesitamos en nuestro diario caminar como creyentes. Quiero invitar a todas las personas que lean esta columna a hacer un compromiso serio de participar más frecuentemente en la Eucaristía, de recibir el cuerpo y la sangre del Señor como ese alimento esencial en la vida.

El Dios en quien creemos

Más de una vez me han preguntado ¿tú crees en Dios? ¿Cómo puedes demostrarlo? Y siempre he respondido: Yo creo en Dios, para creer en Él, me basta mirar hacia mi interior y allí lo descubro. Por las acciones que Él realiza, por la manera cómo actúa por medio de su Espíritu, por el amor que me muestra al haber entregado a su Hijo para salvar a la humanidad y liberarla del pecado. Yo creo en Dios y me siento feliz de poder decirlo y compartirlo con las personas que leen esta columna. Es una fe que me llena de gozo y que le da sentido a mi vida. Si a usted, la persona que lee esta columna, le hicieran las mismas preguntas, ¿qué respuesta daría? ¿Cuál sería su experiencia de Dios y cómo la compartiría? Quiero invitar a cada una de las personas que leen esta columna a dedicarse unos minutos y responder esas dos preguntas. Hágalo con total sinceridad, sin buscar respuestas prefabricadas. Le doy algunas pistas: mire su existencia, descubra en ella las huellas del paso de Dios por su vida, identifique lo que puede considerar que son regalos del amor de Dios, que son manifestaciones de su bondad. Celebra la Iglesia la solemnidad de la Santísima Trinidad. Es la fiesta de nuestra fe, por expresarlo de una manera sencilla. Es el día en el cual reconocemos a ese Dios que se nos manifiesta, el Dios en quien creemos, un Dios que son tres personas distintas y un solo Dios, como decimos desde niños cuando lo aprendimos en el catecismo. Todo eso, es algo que debe llenarnos de una profunda seguridad interior y que nos permite exclamar con san Agustín “oh dicha tan antigua y tan nueva, cuán tarde te conocí… eres más íntimo a mi mismo que mi propio ser”. Reconocer nuestra fe en un Dios que es Padre, creador, es descubrir el amor hecho vida y manifestación de la bondad. Confesarlo como un Dios que es Hijo, nos invita a proclamar la cercanía y el compromiso de ese mismo Dios con la historia de la humanidad, haciéndose uno de nosotros, compartiendo las situaciones y circunstancias de la vida. Es expresar la acción de un Dios amor, que por la fuerza del Espíritu, es santificador, es consolador, es acción. Todo esto lo encuentro expresado en el Credo cuando manifestamos “creo en un solo Dios, Padre… Hijo… y Espíritu Santo”. Hay algo más. Esa fe la vivimos en la Iglesia, es la reunión de la comunidad de creyentes donde se comparte el pan de la palabra, el pan de la eucaristía, donde se celebran los sacramentos que son los canales como la gracia de ese mismo Dios nos llegan a nosotros los cristianos. Todos los sacramentos son administrados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Alabamos a Dios en la oración dirigiéndonos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Es lo que cantamos y proclamamos en la liturgia de las horas y en todas las celebraciones. Dios es el compañero inseparable de nuestras vidas. Un Dios así es el Dios en quien usted y yo creemos y de quien queremos dar testimonio en nuestra vida. Un Dios que ama, que libera y santifica. El Dios que da sentido a mi vida.

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