El claroscuro de la vida
Me llaman poderosamente la atención los atardeceres, especialmente cuando un sol radiante ilumina el horizonte. Me permiten oxigenar el espíritu y darle gracias al Señor por la naturaleza y toda la belleza que conlleva. De una manera diferente y, al mismo tiempo, complementaria de lo anterior, me impactan los días oscuros, particularmente cuando hay neblina, cuando el horizonte no se divisa. Lo relaciono con la soledad y la oscuridad que puede haber en el interior de las personas. Por otro lado, las noches claras de luna con un cielo tachonado de estrellas, me reconfortan y me acercan a Dios. Todos estos ejemplos me ayudan en la reflexión que deseo compartirles. El texto del Evangelio de este domingo tiene la mezcla de lo alegre y lo triste, del gozo y el dolor, de la alegría de la gloria y del misterio insondable del sufrimiento. Se unen el monte Tabor y el Gólgota, la pasión y la cruz de Jesús con su admirable resurrección, el viernes santo y el domingo de pascua. Todo porque el texto nos da un anticipo de esa gloria, de esa plenitud que es la resurrección en la escena de la transfiguración. El escándalo de la cruz no sería soportable para los discípulos si no tuviesen ese anticipo, esa degustación de la gloria. Y a pesar de haberlo tenido, salieron escandalizados y huyeron cuando llegó la hora del dolor y la cruz. Ese claroscuro, mezcla de tantas cosas como lo veíamos, es la realidad de nuestra vida diaria: podemos y solemos decir que “no hay dicha completa”, se da una combinación de blanco y negro, donde los tonos grises nos van mostrando cuál de los dos predomina, porque eso muestra nuestra realidad. La vida no puede ser tan bonita que solo sea gozo y alegría, pero tampoco puede ser tan triste y desapacible que todo esté marcado por el dolor y la cruz. La enfermedad, la muerte, el sufrimiento son maneras de hacerse presente en nuestra vida ese lado oscuro de la realidad. Al mismo tiempo, la vida, la salud y lo agradable nos muestran ese lado claro de nuestra existencia. La unión de las dos nos muestra esa dimensión que debemos asumir: no todo es tan bello como quisiéramos, pero tampoco todo es tan negativo como pensamos. El pasaje de este domingo nos muestra la manera de asumir nuestra vida al estilo de Jesús, encontrando fortaleza en la alegría para los momentos de tristeza y dificultad. Sabiendo, como dice Ignacio de Loyola, que la consolación y la desolación son momentos por los cuales todos pasamos en la vida espiritual. Así como en los momentos bajos no debemos tomar decisiones, tampoco debemos hacerlo cuando estamos eufóricos. Saber combinar y orientar adecuadamente las dos realidades de la vida nos dan la seguridad de ir en la dirección correcta. Pienso que los momentos actuales que estamos viviendo son claves para aplicar lo que he llamado “el claroscuro de la vida”. Lo dice el adagio popular “ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”. Todo en su justa medida: ni demasiado optimistas, ni exageradamente pesimistas.
El recorrido cuaresmal
El miércoles pasado volvimos a recibir la ceniza sobre nuestra frente y escuchamos del sacerdote “conviértete y cree en el Evangelio”. Iniciamos así un recorrido de cuarenta días que nos lleva a la celebración del misterio central de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Jesús. La pascua es la celebración más importante para quienes tenemos fe. Este recorrido de la cuaresma está orientado y tiene sentido en cuanto nos conduce a la gozosa celebración de la resurrección del Señor. Este recorrido está marcado por tres elementos claves: la oración, la austeridad y la solidaridad. Es un tiempo de gracia, en el cual se nos invita a reflexionar y revisar nuestra vida para que, haciendo esto, la ajustemos a lo que el Señor quiere y el Evangelio nos exige. Es, al mismo tiempo, una invitación a la conversión del corazón. Es tiempo de austeridad que se expresa en las privaciones voluntarias que conforman lo que llamamos abstinencia y que se completa con el ayuno. Nos lo dice el mismo Señor en el Evangelio de este domingo “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Es la llamada apremiante a la austeridad voluntariamente asumida. Es también el tiempo de la solidaridad, expresada en la campaña de comunicación cristiana de bienes, oportunidad única para compartir no de lo que nos sobra sino de lo que necesitamos para vivir. Es un llamado a nuestra solidaridad hecha vida con las necesidades de otras personas, siguiendo el ejemplo de la viuda “que dio más que los demás porque su ofrenda fueron dos monedas y era todo lo que tenía y lo necesitaba para vivir” como nos lo expresa el Evangelio. En este domingo encontramos la narración de las tentaciones de Jesús, escena que nos recuerda las pruebas y dificultades que todos debemos afrontar y superar en el camino de la vida. Nadie está exento de ellas. Lo importante es cómo las afrontamos, cómo descubrimos dónde está la astucia del tentador, cómo debemos actuar. Jesús nos muestra el camino: no se trata de buscar un camino fácil para realizar la obra de la redención, se trata de seguir la voluntad del Padre. No se hacen las cosas por gusto personal o por capricho. Sin embargo, a nosotros nos sucede con frecuencia, pretendemos hacer las cosas como nos parece o nos conviene, distanciándonos de lo que se ajusta a un deber ser. La tentación (léase prueba) está siempre ante nosotros, no la podemos evitar. Todo el secreto radica en la manera de hacerle frente y superarla. Como vemos, el recorrido cuaresmal es rico en valores y actitudes para fortalecer nuestra vida cristiana, es un camino que se coloca delante de nosotros, que recibimos la invitación para transitar dicho sendero. De cada uno depende cómo lo hagamos, qué valores desarrollemos y qué actitudes cambiemos. Durante este tiempo se nos repite una y otra vez “ojalá escuchen hoy la voz del Señor, no endurezcan el corazón”. Ese hoy es este tiempo de gracia y bendición llamado cuaresma. Vivámoslo a fondo.
Cambiar el corazón
Muchas veces hemos presenciado o hemos vivido la escena de dos personas que discuten acaloradamente. Nos impresiona ver lo que hacen y oír lo que dicen. Las ofensas salen con una facilidad pasmosa. Se ultraja la dignidad de las personas, se cuestiona su integridad y se pone en tela de juicio lo más sagrado que tiene el ser humano: su honra. Todos nos hemos visto en situaciones difíciles, en las cuales, no sabemos qué hacer ni qué decir, porque nos toman por sorpresa. Escuchamos cosas que nos sorprenden, bien sea de otras personas o de nosotros. Nos convertimos en jueces, censores y verdugos. Dictamos sentencia con una facilidad impresionante. Encontramos víctimas y culpables, condenamos y absolvemos con una gran facilidad. Pero, me pregunto: ¿hemos mirado hacia nuestro interior? ¿Podemos decir que no hay en nosotros culpa alguna en el daño causado a otros? ¿Somos inocentes o, debemos reconocer que hemos fallado por acción o por omisión? Es un punto neurálgico en la vida de convivencia y relaciones en la cual debemos desenvolvernos. Fácilmente, hablamos o hacemos más de la cuenta, causando daño a otros. Y nos quedamos tan tranquilos, como si nada hubiera pasado. ¿Por qué de nuestro interior no salen palabras de bondad, de amor y reconciliación? ¿Por qué no podemos ser instrumentos de paz, sembradores de una nueva esperanza? ¿Por qué no cambiamos el corazón? Para que de él salgan los buenos deseos, las palabras de ánimo que estimulen y ayuden. Creo que es posible, si nos lo proponemos, lo sería verdaderamente. Creo que debemos ser más cautos en censurar a los demás por lo que hacen o dejan de hacer, por lo que dicen o callan, por sus actitudes y comentarios. Debemos mirar primero hacia nuestro interior y desde allí, en la humildad y el silencio, reconocer que somos los primeros que fallamos. Eso es cambiar el corazón, eso es pensar en positivo y eso es aportar a la construcción de un nuevo país. Dicho de una manera más sencilla: pensemos antes de actuar y no al contrario, actuar y luego pensar. Estoy casi seguro de que, si así lo hacemos, evitaremos el cometer muchos errores, no seremos ligeros en condenar, señalar y enjuiciar, porque la prudencia nos hará mirar hacia nuestro interior antes que fijarnos en los demás. El cambio del corazón lleva consigo un profundo respeto a las demás personas, al mismo tiempo que nos hace más comprensivos ante su fragilidad. Ese cambio del corazón no da espera. Lo podemos iniciar ya.
La regla de oro
Con frecuencia escuchamos frases como estas “el que la hace, la paga”, “en juego largo hay desquite”, “tranquilo, que yo sé cómo me la cobro”. Todas son expresiones que nos muestran el sentido de venganza que puede haber en el corazón de las personas, el deseo de hacer justicia por su propia cuenta, como si ese fuera el camino mejor para solucionar los problemas. Nos hemos acostumbrado a este tipo de reacciones y respuestas y, se ha vuelto algo ordinario ver cómo se siembra más violencia para responder a la violencia. El texto del evangelio de este domingo va en una línea completamente diferente: habla de perdón, de amor, de hacer el bien. Pero no con las personas que son nuestros amigos, familiares o quienes nos hacen bien. Es una invitación para actuar de esa manera con las personas que nos han ofendido, los que nos han causado daño, nos han hecho mal. Es casi un escándalo lo que nos propone Jesús para ser sus seguidores y parecernos a Él. El punto clave está en la reflexión que hace Jesús: si hacemos bien solo a los que nos hacen bien, no tenemos mérito alguno. Si amamos solo a los que nos aman tampoco tenemos mérito alguno. Tratemos a los demás como queremos que ellos nos traten, la medida que usemos, la usarán con nosotros. Esa es la regla de oro. Es la clave de las relaciones interpersonales, es el secreto para ir construyendo la felicidad. Qué diferente sería el panorama del mundo si esa regla de oro la aplicáramos en nuestra vida. Qué cantidad de problemas se resolverían por el camino sencillo del perdón y la reconciliación, de comprender que se falla por fragilidad más que por malicia. Cómo nos sentiríamos tan diferentes y distintos si la aplicáramos en las pequeñas y grandes cosas de la vida. Más aún, Jesús añade otros elementos que complementan y clarifican la regla de oro: “sean compasivos, no juzguen, no condenen, perdonen, den, les verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. Todo eso porque el amor no es solo para las personas que nos simpatizan, pues se nos invita a amar a nuestros enemigos, a hacer el bien a los que nos odian, a bendecir a los que nos maldicen, a orar por los que nos injurian. Todo esto, mirado humanamente, es escandaloso, no se entiende. La vida debe ser mirada desde el amor, el perdón, la bendición. Pienso que, siguiendo el ejemplo de Jesús, el camino que nos muestra; podemos afirmar que es todo un desafío para quien reconozca en su vida y en su corazón que ha fallado muchas veces en este campo. Pienso que todos, usted quien lee esta columna, yo que la escribo, las personas que nos rodean, hemos fallado y nos hemos equivocado. Es el momento de hacer vida esa regla de oro “trata a los demás como quieras que te traten”. Pregúntate qué debes cambiar y cómo puedes orientar tu vida de ahora en adelante, teniendo como criterio decisivo la regla de oro “la medida que usen la usarán con ustedes”.
Vivimos en un mundo de contrastes
La afirmación que me sirve de título a la columna de esta semana no es algo novedoso. Nos lo dicen los sociólogos, los psicólogos, los estudiosos de la realidad humana desde el punto de vista personal y social. No es novedoso, porque es lo que encontramos todos los días, por donde quiera que caminemos. Son esos contrastes que nos sacuden en lo más profundo, sobre todo cuando no encontramos respuesta lógica, sino que debemos asumir una actitud casi que de conformismo, porque la solución no está al alcance de nuestras manos. El texto de Lucas que se nos presenta en el Evangelio es un ejemplo de esos contrastes a los que me he referido más arriba. Está presentado en clave de felicidad y desgracia. Son los criterios del mundo, de lo fácil, de aquello que la gente busca como su satisfacción y meta en la vida. Contrasta con lo que Jesús propone como el camino de la felicidad. Es lógico que el ambiente en el cual nos movemos no entienda esa dinámica porque no está de acuerdo con lo que se nos está vendiendo e inculcando de diversas maneras. Al fin de cuentas, es cuestión de opciones, de decisiones y entra en el campo de la libertad de cada persona. Veamos lo que es popular, lo que llama la atención. Se habla de “los ricos, de los que están satisfechos, de los que ríen y de quienes son alabados por todo el mundo”. Ante estas cuatro actitudes Jesús exclama “ay de ustedes, porque ya tienen su consuelo, porque tendrán hambre, porque llorarán de pena, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas”. En síntesis no todo lo que brilla es oro, como dice el refrán, la felicidad no está en el tener, no es ese el camino que Jesús propone. Sin embargo, hay muchas personas para quienes la riqueza, el prestigio y otras cosas se constituyen en valores fundamentales. Por otro lado, en la primera parte del texto aparece el contraste “dichosos ustedes los pobres, los que ahora tienen hambre, los que ahora lloran, cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre” es lo que propone Jesús a sus discípulos y, en ellos a nosotros. Las razones son claras “de ustedes es el reino de Dios, serán saciados, al fin reirán, alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas”. Es un camino muy distinto, es un nadar contra la corriente, por decirlo de alguna forma. Eso no es popular, no es atractivo. Es el camino de la verdadera felicidad, la que se construye sobre la base del ser y no del tener. Claro está que esto corresponde a las opciones y decisiones personales. Es cuestión de cada uno. Vale la pena preguntarse ¿sobre qué base está construida nuestra vida? ¿Cuáles son los valores que la orientan? ¿Qué consideramos como prioridad? y ¿Por cuáles valores estamos dispuestos a jugarnos el todo por el todo?. Esa es la clave y ahí está el secreto para ser capaces de superar esos contrastes, esas contradicciones existenciales que nos afectan y que no podemos ignorar o pretender acallar. ¿Cuál es tu respuesta? ¿Dónde está tu corazón?
Confiar en la palabra
Estamos tan acostumbrados a oír expresiones como las siguientes “te doy mi palabra”, “confía en mi palabra” que no creemos que eso corresponda a la verdad. La razón es muy sencilla: la gente no cumple la palabra empeñada. Vivimos en un mundo del cumplimiento (cumplo – y – miento). No sucede lo que acontecía en tiempo de nuestros mayores, especialmente nuestros abuelos, cuando la palabra empeñada era sagrada, se cumplía lo prometido, no había necesidad de hacer documentos escritos, porque la palabra tenía valor, era respaldada por las acciones, y si no se cumplía, podía llegar incluso hasta costarle la vida a la persona que había faltado a su palabra. Quienes leen esta columna pueden pensar cuál es el sentido de mi escrito de esta semana. La razón es clara: en el Evangelio de este domingo encontramos que Pedro le dice a Jesús después de haber estado toda la noche en una pesca infructuosa “por tu palabra echaré las redes”. Era una invitación, no era una orden. Todo podía haber seguido igual, habrían regresado desalentados, sin haber pescado cosa alguna. Pero hay algo en el interior de Pedro que lo mueve a hacer lo que están diciendo: confía en la palabra de Jesús. Hace lo que Él le dice y la recompensa es grande “hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red”. Confiar en la palabra de alguien, significa creer en esa persona, descubrir que tiene algo importante para decirnos, que no podemos desoír esa invitación. Significa también tomar la decisión de hacerse vulnerable, de permitir que esa otra persona entre en nuestra vida y su palabra se convierta en luz para nuestro camino. Eso en el plano de las personas semejantes a nosotros. Y cuando se trata de Jesús, ¿por qué no hacemos lo mismo, por qué dudamos, por qué no confiamos si Él nos está mostrando el camino para seguirlo de manera incondicional? Estamos acostumbrados a buscar las evidencias, las pruebas de todo, nos obsesiona la certeza y la seguridad. Eso podemos dejarlo al campo científico. Pero no podemos hacer lo mismo en el campo de lo espiritual, de las relaciones interpersonales. Si lo hacemos así, corremos el riesgo de aislarnos de las personas, de no encontrar caminos adecuados para interactuar, porque siempre tendremos la sospecha de que nos pueden estar engañando, de que no son honestos y sinceros con nosotros. Todo esto nos sucede porque no confiamos en la palabra, no creemos en el otro. Recuperar el valor y el sentido de la palabra es el reto que tenemos de ahora en adelante. Hemos vivido la experiencia de tener que asegurarlo todo con contratos, documentos escritos, testimonios y pruebas. Todo porque dejamos que la palabra perdiera su valor y su significado como compromiso sagrado. La palabra tiene la fuerza de exteriorizar lo que somos en lo más íntimo y profundo de nuestro ser. Démosle ese sentido, no la desvirtuemos, recuperemos su valor y tengamos presente que cuando empeñamos la palabra, estamos invitando a la otra persona a que confíe en nosotros. No traicionemos esa confianza y respaldémosla con hechos de vida.
Cristo, luz del mundo
La Virgen de las Candelas, de la Candelaria, Nuestra Señora de la Luz. Todos son nombres para hacer referencia a la celebración de este día, en el cual se nos recuerda la celebración de la Presentación del Señor en el Templo y la Purificación de la Virgen María. Es, ante todo, una fiesta del Señor que la piedad popular la ha volcado hacia la Santísima Virgen. Cuestiones de la religiosidad de nuestro pueblo pero que nos ayudan en el crecimiento de la fe. El hecho del nacimiento del Señor, celebrado hace cuarenta días, fue algo que cambió el curso de la historia porque Dios se metió para siempre en nuestro diario caminar al hacerse uno de nosotros, igual en todo, menos en el pecado. Por esa razón, fiel a las costumbres y a la ley del pueblo judío, debe cumplir por medio de sus padres lo que la tradición señala. Así, ellos llegan al templo para cumplir sus deberes como creyentes. El centro de la celebración es recordar a los creyentes que Jesús es la luz del mundo, pues así lo ha llamado el anciano Simeón a la entrada del Templo. Es el anticipo de lo que debemos celebrar en la noche de Pascua cuando se proclama a Cristo como la luz, por su muerte y resurrección. Hoy, desde su infancia, Cristo sigue proclamándose a sí mismo como la luz que ilumina a todo ser humano que llega a la existencia. Seguir a Cristo, que es la luz, es caminar por senda segura, es reconocer que por difíciles que sean los senderos que debemos recorrer, podemos sentirnos tranquilos porque el Señor nos ilumina, como lo proclaman las palabras de Simeón. Hoy, como ayer, es necesario proclamar ante el mundo que quienes tenemos fe, reconocemos a Cristo como luz, que deseamos que dicha luz brille en nuestro interior para así transitar por el sendero recto. El mundo en el cual vivimos es complicado, vive en las tinieblas, se encuentra a veces perdido y desorientado. La razón de esto es la carencia de luz, la que se ha rechazado muchas veces y que hemos pretendido ocultar o esconder. Abrir el corazón, dejar que la luz entre en nuestro interior, es aceptar a Cristo como razón y sentido de nuestras vidas. Por otro lado, la luz en la persona de Jesús nos llegó por medio de María, quien aceptó ser la madre de Jesús, del Dios hecho hombre. Por eso considero que la piedad cristiana y la tradición popular no están demasiado alejadas de la verdad, al contrario, están muy enfocadas, porque se hace realidad lo que decía un autor «a Jesús se llega por María». Dejemos que ella nos guíe para alcanzar la luz. Dejemos que Cristo ilumine el camino de nuestra vida, permitamos que María sea la maestra que nos lleve a Él. Que la luz de Cristo nos ilumine.
La misión de Jesús de Nazaret
¿Qué haría cada uno si alguien nos pidiera que pusiéramos por escrito nuestra experiencia de encuentro y conocimiento con alguna persona especialmente significativa? Y ¿qué sucedería si esa persona tan especial fuera el Señor Jesús, el Dios hecho hombre en quien creemos? ¿Qué diríamos, qué escribiríamos, qué consideraríamos importante? ¿Cuál sería el eje central de nuestro testimonio? La respuesta a todas esas preguntas las encontramos en el Evangelio escrito por Lucas. Él nos dice al comienzo del texto lo que ha querido hacer: “yo, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”. Habla sobre las tradiciones transmitidas por quienes primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra. Es la doble dimensión de quienes han dado ese testimonio: testigos y predicadores. Dan fe con su palabra de lo que vieron y oyeron. Son testigos de primera mano que han querido compartir su experiencia con Jesús de Nazaret. Experiencia que para ellos significó el encuentro del sentido de su vida. A continuación, el texto del Evangelio de este domingo pasa a narrar la experiencia de Jesús de Nazaret en la sinagoga de su pueblo. Allí expresa cuál es su misión “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio (Buena Noticia) a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Es un texto tomado del profeta Isaías. La clave para entender este pasaje la da el mismo Jesús cuando a renglón seguido afirma: “Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír”. Al leer cuidadosamente este texto comprendemos que la misión de Jesús no está relacionada con las cosas temporales, no tiene nada que ver con la reconstrucción del reino de Israel, no es cuestión de poder, de prestigio o de influjo. En eso los judíos se equivocaron, no comprendieron lo que siglos antes había anunciado el profeta Isaías y que ahora se veía cumplido en la persona de Jesús. Era, ante todo, una misión orientada hacia los necesitados, los desposeídos, los marginados. Era para todos los que se reconocían necesitados del amor de Dios, que abrían su corazón a la acción salvadora y liberadora de un Dios que ama y que perdona. Hoy, cuando el mundo se mueve con criterios que tienen que ver con la eficiencia, con el uso del poder y el prestigio, estamos invitados a hacer realidad la misión de Jesús. En el contexto de un mundo marcado por lo material, donde lo espiritual corre el peligro de ser visto como algo innecesario, como algo fuera de contexto; esa misión de Jesús tiene pleno sentido y nosotros estamos llamados a hacerla realidad.
La solidaridad hecha vida
La escena que nos presenta el texto del evangelio de este domingo es ampliamente conocida por todos nosotros. Es una celebración de la vida que tiene una características que nos ayudan a comprender lo que significa la presencia de Jesús en estas bodas. Es algo normal contar a María entre los invitados, lo mismo que estén Jesús y sus discípulos. Sin embargo, el regalo de Jesús es poco usual y se sale de lo común que se acostumbra en dichas ocasiones. La clave está en la frase de María “hagan lo que Él les diga”. Ella, como buena madre y observadora de lo que acontece, se ha dado cuenta de que “no tienen vino” y se lo manifiesta a Jesús. Es bueno entender que la celebración de las bodas entre los judíos, en tiempos de Jesús, tomaba varios días. Había que atender a los invitados. Por eso, la situación de la carencia del vino. Hubiera sido una situación embarazosa que quienes asistían a la fiesta se hubieran dado cuenta de la falta del vino. Al mismo tiempo, permite que Jesús realice el primer signo mostrando lo que es la solidaridad hecha vida. Siente que puede hacer algo por esta pareja, les puede ayudar, puede atender su necesidad. Vale la pena que nos preguntemos cómo actuamos cuando las personas cercanas a nosotros están en apuros, tienen alguna necesidad no prevista. Cabe también preguntarnos sobre el vino y su significado. Me atrevo a pensar que tiene que ver con el amor, con lo que alimenta la relación de pareja entre un hombre y una mujer, lo que da sentido al compromiso que asumen ante el Señor por medio del sacramento del matrimonio. Puede ser eso y mucho más. Es mostrar cómo lo ordinario se puede convertir en algo extraordinario cuando el amor es el que nutre y alimenta la relación. Es un mensaje positivo y alentador para las parejas que toman la decisión de unir sus vidas para siempre. Siempre me ha llamado la atención la actitud de María, la Madre del Señor. No se deja vencer ante la primera dificultad, expresada en la respuesta de Jesús “todavía no ha llegado mi hora”. Insiste y hace que Jesús realice este gesto de solidaridad y se convierte como lo dice el mismo texto “en el primer signo que realizó Jesús” y tuvo su efecto en los discípulos que “creyeron en Él”. Más aún, produjo su efecto en los recién casados, pues aunque el texto no lo dice, lo podemos suponer, y su preocupación se transformó en alegría y gozo. Es lo que sucede cuando hacemos nuestras las necesidades e inquietudes de los demás, cuando la solidaridad se vuelve para nosotros una actitud de vida y nos lleva a asumir compromisos que van en beneficio de los demás. La escena en Caná de Galilea puede ser la de cualquiera de nuestras ciudades, la de cualquiera de los barrios de las mismas, le puede suceder a cualquier pareja que se encuentra en dificultades. La solidaridad se hace vida y ese es nuestro compromiso. Vivámosla.
El bautismo hecho vida
Con frecuencia encontramos personas que nos impactan. Unas veces, por su manera de actuar, otras por la forma en que se expresan, algunas más por las cualidades que los caracterizan. Esas personas dejan huella en nosotros, nos interrogan y cuestionan. Al leer las lecturas de este domingo, día en el cual celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, me encuentro con una persona que impacta y podría decir que por todos los aspectos enunciados anteriormente es alguien que deja una huella indeleble. La primera lectura lo describe como “el siervo, el elegido, en quien el Señor tiene sus complacencias”. El texto de la segunda lectura lo describe como “Jesús de Nazaret, quien pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él”. De él mismo dice Juan Bautista en el evangelio “ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Todos los textos nos invitan a preguntarnos sobre el sentido del bautismo de Jesús. Es el comienzo, la inauguración, de lo que llamamos su ministerio público, el anuncio del reino de Dios. Es la misión para la cual fue enviado, es la razón de ser del Dios hecho hombre, nacido en el portal de Belén. Y vale la pena preguntarnos sobre el sentido de nuestro propio bautismo y la misión que nos corresponde. La persona de Jesús nos invita a reconocer en él a alguien que habla con autoridad, que respalda con su acción las palabras que pronuncia, que muestra el camino para vivir el compromiso cristiano. Es el Dios con nosotros, como lo llama el profeta Isaías, quien se ha insertado en nuestra historia y nos ha dado ejemplo de coherencia en la vida. Las palabras deben estar respaldadas por las obras. La vida es la que debe hablar más que nuestras propias palabras. Cuando se habla de Jesús como “quien pasó haciendo el bien” alude a todo lo que hizo a favor de las personas de su tiempo, a los enfermos que curó, a los ciegos a quienes devolvió la vista, a los lisiados que volvieron a caminar, a los sordos que volvieron a escuchar, a los mudos que recuperaron el habla. Sintió como propias las necesidades de las personas, lloró con los que se sentían invadidos por la tristeza, compartió el sufrimiento de los afligidos de diversas dolencias. Podríamos seguir enunciando el bien que Jesús hizo. Es el momento de preguntarnos cada uno de nosotros, con toda seriedad, ¿Qué debo hacer yo en lo concreto de mi vida para vivir el compromiso que nace de mi ser bautizado? ¿Cómo puedo hacer vida lo que profeso con mis palabras? La respuesta a estas preguntas nos muestra el camino de lo que llamamos la vida cristiana. Te invito, amable lector, a que te tomes unos minutos durante este fin de semana para que trates de responderte las preguntas antes enunciadas y descubras si debes hacer cambios en tu manera de proceder, en la forma en que actúas, en lo que atañe a las relaciones con otras personas y, sobretodo, que te preguntes qué debes hacer para que se pueda decir de ti “que pasaste haciendo el bien” al estilo de Jesús.