Por: Roberto Jaramillo, S.J.Septiembre 2, 2016 Leí durante los dos días pasados el texto final de los acuerdos entre el Gobierno colombiano y las Farc; aquellos que serán puestos a consideración de la ciudadanía el 2 de octubre mediante plebiscito. Si bien no es un texto agradable ni fácil de leer, es indispensable conocerlo. De otra manera entrar a jugar en “el opinómetro” es sinónimo de irresponsabilidad ética. Quiero creer que los que opinan con tanta seguridad lo han leído; por eso respeto las posiciones de unos y otros. Se trata de una negociación, de un acuerdo, el “mejor posible” como dijo acertadamente Humberto De la Calle (jefe negociador del Gobierno colombiano). Un acuerdo con base en el cual es posible seguir negociando si el ruido de los fusiles, de manera que, como dice el texto, a partir de su refrendación se comience a construir entre todos los colombianos, un “gran acuerdo político nacional para definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atender los retos que la paz demande, poniendo en marcha un nuevo marco de convivencia política y social” (p. 5). El acuerdo es una manera de atenerse a unas reglas de juego claras y pactadas, de manera que sea posible continuar la negociación sin armas y sin trampas (de lado y lado). No se trata de un acuerdo perfecto ni completo; tal vez no contenga todos los elementos necesarios, pero sí los suficientes para hacer de este momento UNA oportunidad de diálogo verdaderamente democrático. Si los “señores del no” tienen tan buenos argumentos para salvar al país no tendrían que temer a que, en el parlamento, cinco senadores y cinco representantes (con voz pero sin voto) expongan sus ideas y proyectos. Hay muchas cosas buenas en el texto: sobre la participación local y el enfoque territorial del desarrollo, sobre la reforma rural y su dimensión integral, sobre la superación de la economía del tráfico de drogas, sobre la participación de la mujer y otras minorías, sobre la restitución a las víctimas (todas las víctimas). Tengo la impresión de que lo que levanta más ampolla es lo relativo a la Justicia Especial. El odio, la rabia, el deseo de venganza parece que hablarán más alto que el deseo y la decisión de superar ese “atavismo macondiano” por el cual los colombianos somos tan trágicos (y violentos) que nos negamos a nosotros mismos el derecho a “tener una segunda oportunidad sobre la tierra”. ¡En Colombia, hasta ahora todo se arregla a balazos! Tuve la suerte de participar durante algunos semestres de un seminario que desarrolló durante más de 10 años el gran filósofo Jaques Derrida en torno del asunto del perdón y de la reconciliación social. Su tesis fundamental era que El perdón sólo tiene sentido (valor) cuando se está enfrente de lo imperdonable. Repito: el acto de perdonar tiene sentido – es verdaderamente perdón – cuando se está delante de una situación imperdonable. Suena lógico: perdonar lo perdonable no es hacer mucha cosa; es hacer lo que se debe. Pero perdonar lo imperdonable como una decisión / responsabilidad ética – social (no estoy hablando sólo ni principalmente del fuero interno) es ganar definitivamente al otro por la vía de la confianza más que de la punición, y mucho menos de la venganza: porque lo imperdonable no puede ser pagado. Recibir al otro así es liberarse a sí mismo y liberar al otro permitiéndonos seguir siendo diferentes en un juego de identidades que no se anulan, que no se aniquilan, que no se desconocen, que no se matan ni con palabras ni con balas. Hay que “despartidizar” este proceso. No podemos poner en juego esta oportunidad porque Santos me caiga bien o no, porque me guste Uribe o no me guste. ¡Caer en ese error es pensar que la fiebre está en las sábanas, o terminar botando el niño con el agua y todo! Lo cierto es que nadie da de lo que no tiene. La esquiva paz que el pueblo colombiano está buscando hace décadas es también expresión profunda de seres humanos des – reconciliados (ojalá no irreconciliables). Eso se vive día a día en las familias, en la escuela, con los vecinos, con los trabajadores, entre las parejas, entre las poblaciones de ciudades y campos; más entre los ricos, que tienen cosas a defender y les cuesta un poco más abrir la mano para “largar” lo que les amarra (“poseer es casi inevitablemente ser poseído”, decía Gabriel Marcel) que entre los pobres que, abriéndose al otro (otros), tienen todo a ganar. Muchas de las víctimas tanto de un lado como del otro saben que se necesita y quieren acabar con el capítulo de la guerra. Otras, víctimas también (como el Sr. Uribe y una buena parte de sus seguidores) no han conseguido “encajar” que la reconciliación nacional pasa por el perdón y que éste, para ser verdadero, perdona lo imperdonable. Allí creo que está el gran reto en este proceso. Los acuerdos que el Gobierno propone para refrendar son un paso más (entre otros muchos construidos en las últimas décadas, desde la presidencia de Betancur hasta la de Santos) en el proceso de construcción de otra Colombia. Los que vamos a votar por el SÍ tendremos una inmensa tarea por delante. En ella queremos integrar también –porque son parte fundamental de esta Colombia que queremos- a quienes voten por el NO. ¡VAMOS A HACER LAS PACES!