Por: Francisco de Roux, S.J.Marzo 17, 2016 Estos son los días del memorial de la entrega de Jesús, que da la vida para que comprendamos al Amor gratuito que nos quiere infinitamente sin excluir a nadie. Los días de la Pascua que nos traen la esperanza, porque fuimos invitados a participar en la construcción de la humanidad y el florecimiento de la vida, en una causa que es más grande que nosotros mismos y cuyo sentido pleno se nos hará claro cuando termine nuestro aporte, y encontremos al misterio de Dios que nos espera desde siempre. Estos son tiempos propicios para ganar serenidad, aceptación y respeto en nuestras diferencias, para comprender cuál es la paz a la que somos llamados como seguidores de Jesús. Una paz más honda y radical que la paz política. Por eso, en este tiempo es oportuno mirar la espiritualidad de personas que han impactado nuestra sociedad secularizada y escéptica. Detengámonos en el arzobispo mártir de San Salvador. Óscar Romero comprendió que la búsqueda de la paz de Jesús era una tarea pública riesgosa, que confrontaba su conciencia y lo llamaba a revisarse continuamente. Le exigía integridad y coraje, y lo obligaba a ponerse al lado de las víctimas, de los campesinos y de los pobres para convocar a todos a detener la violencia y la agresión, a liberarse de la idolatría de las ideologías, a reconocer los propios errores, a pedir perdón y tener la generosidad de perdonar. Monseñor Romero vivió las contrariedades de la paz de Jesús. “Les dejo la paz, les doy mi paz. No es una paz como la que da el mundo”, Juan 14.27. Porque los bienaventurados que trabajan por esta paz son personas que conocen inevitablemente la incomprensión, que constatan penosamente que ellos mismos crean divisiones, y se dan cuenta de que sus adversarios, que pueden llegar hasta matarles, obran convencidos de que están haciendo el bien. Por eso Romero meditó muchas veces las palabras con que Jesús continúa al hablar de su paz: “No se inquieten ni tengan miedo”. Logró así la serenidad de quien es consistente con su misión y puede amar a todos desde la sinceridad vulnerable. Lo asesinaron con un tiro en el corazón, cuando celebraba la misa, en vísperas de la Semana Santa de marzo de 1980. Consciente del peligro, había dicho que perdonaba de antemano a los que atentaran contra su vida. Fue un signo de contradicción, como Jesús lo había predicho de sus discípulos. Lo rechazaron grandes empresarios, el ejército y los paramilitares, la dictadura y la guerrilla; y tuvo contradictores fuertes dentro de la Iglesia a la que amó. Fundamentó su mensaje en el Evangelio, el Vaticano II, las Encíclicas Sociales, y las Conferencia de los Obispos en Medellín y Puebla. Y tuvo el soporte personal de Paulo VI y de Juan Pablo II. El papa Francisco lo hizo beato y lo proclamó mártir porque lo mataron por vivir auténticamente la fe, y pronto lo tendremos como santo de la Iglesia latinoamericana. El asesinato de su amigo jesuita, Rutilio Grande, le hizo comprender que desde la explicación sencilla de la fe tenía que predicar un Evangelio encarnado, exigente y peligroso. Así lo hizo en sus homilías semanales. Entregó la vida por dar testimonio del Dios de Jesús en la verdad y la justicia. Su predicación, en circunstancias más tensas que las nuestras, se encuentra en Google en ‘Homilías de monseñor Romero’ y en ‘Cartas pastorales’. Vale la pena leerlas en estos días de silencio.
