Por: Francisco de Roux, S.J.Septiembre 15, 2016 La iniciativa vino desde La Habana, simplemente porque el imperativo moral es terco e ineludible cuando la conciencia de la dignidad prevalece sobre las ambiciones y los miedos. Por eso, este no fue un acto de campaña política. Fue un acto privado, de respeto al ser humano vulnerado; y si ha de haber un acto público en Colombia, será después del plebiscito. Todos los que llegaron a esa casa de La Habana traían prevenciones y ansiedades. Los familiares, con el miedo de verse intimidados y no estar a la altura de la grandeza de sus seres queridos masacrados. Los miembros de las Farc, con el desafío de tener que encajar el clamor de las víctimas y asumir responsabilidades. Todos conscientes de los efectos externos y de las interpretaciones inmanejables de lo que allí aconteciera. Todos llenos de preguntas sobre sí mismos. Sin saber qué podía pasar. Lo que ocurrió fue que, uno tras otro, los familiares, llenos de coraje, llamaron asesinos a los miembros de las Farc presentes. Dejaron caer el peso de sus sufrimientos y resumieron en minutos años de reclamos sin escucha. Trajeron la memoria de sus seres queridos que, desde el cautiverio, habían invitado a la paz y pedido inútilmente una liberación humanitaria, en los videos prueba de supervivencia. Era la carga acumulada de dos mil días de secuestro y el tiempo pasado desde el asesinato. Y, en medio de los testimonios desgarradores, la sorprendente decisión de apoyo al proceso de paz; y, todavía más, en la mayoría la dádiva del perdón a sus asesinos. No porque creyeran en los victimarios, sino porque creían en el perdón y no en la violencia, como escribió Sigifredo López en la carta que trajo Silvia Patricia, valiente defensora de la honra de su esposo. Me impresionó la reacción de los hombres de las Farc y de la comandante Victoria. Ellos escucharon en silencio y respeto hasta conmoverse. ‘Iván Márquez’ había dicho al comienzo que las cosas pasaron por la degradación de la guerra y que nunca debieron haber pasado. Pero después de oír a los familiares que pedían arrepentimiento y verdad, y luego de un círculo de manos unidas en plegaria, emergió del silencio lo imprevisible. Los guerrilleros aceptaron plenamente. ‘Pablo Catatumbo’ dijo: “No vamos a evadir nuestra responsabilidad. Ellos estaban en nuestras manos. La muerte de los diputados fue lo más absurdo de la guerra. El episodio más vergonzoso. Hoy, con humildad sincera, hacemos un reconocimiento público y pedimos perdón. Ojalá ustedes nos perdonen”. El ambiente entonces cambió y el recinto se llenó del misterio del encuentro humano cuando el milagro de pedir perdón y de darlo nos sorprende. Allí estaba ocurriendo. Sebastián, que con Diana y con la nota escrita de Daniela habían puesto la indignación soberana de los jóvenes, lo expresó con claridad al decir que había empezado la justicia que trae la paz. Hubo personas que trabajaron en crear las condiciones de este acto tremendamente humano y, por lo mismo, impredecible. Sergio Jaramillo y ‘Pablo Catatumbo’, más allá de los acuerdos y de las convenciones; Álvaro Leyva, que años atrás había conseguido la entrega de los cadáveres de los diputados; Francisco Moreno Ocampo, de la Fundación Arte de Vivir; monseñor Luis Augusto Castro y el padre Darío Echeverri. Y la presencia y el acompañamiento de Darío Monsalve, arzobispo de Cali, respetado por todos los allí presentes y quien goza de la confianza agradecida de todos los familiares de los asesinados.