Por: Francisco de Roux, S.J.Agosto 17, 2017 El papa Francisco conoce a las mujeres y a los hombres de Colombia. Estuvo aquí varias veces cuando era obispo. Ha seguido nuestra historia. Sabe en qué momento estamos. No viene a participar en política. No es ingenuo en eso. Dicen de él que es un místico austero y alegre, y un líder mundial perspicaz en los asuntos públicos. No se considera infalible ante sociedades rotas como la nuestra. En Roma dijo a los jesuitas que cada noche hacía el examen personal y repasaba sus aciertos y desaciertos. Quiere escuchar, compartir y orar con la misma solidaridad radical de septiembre de 2015, cuando detuvo un momento la misa multitudinaria de Cuba para exclamar que llevaba en el alma la sangre de las víctimas de todos los lados en Colombia. No llega con promesas imposibles ni poderes mágicos para transformarnos, sino con lo que ha anunciado en todo el mundo: el mensaje de Dios cercano, que ama a todos y regala a todos su misericordia. Lo abruma la polarización entre nosotros. Porque la dejación de las armas se puede negociar, pero la ruptura de un pueblo consigo mismo no se compone con mesas de diálogos ni con comisiones internacionales. Por eso, el afecto lo mueve a ponerse con cada una y cada uno de nosotros, en el lado donde cada quién esté, para invitar a dar el primer paso hacia la reconciliación. Hay que leer ‘La alegría del Evangelio’, la carta de su puño y letra que es el auténtico plan del pontificado de Francisco, para entender esta visita. Van en comillas palabras suyas de este texto. Quiere, en nuestras fracturas, ser el Papa de “la Iglesia que primerea, que sabe adelantarse, toma la iniciativa, sale al encuentro, busca a los lejanos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia. Sabe involucrarse, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo”. (24) Quiere mezclarse con las víctimas de todos los victimarios en Villavicencio, pues solo se reconoce pegado al ser humano cuando, como pastor, llega a “tener olor a oveja, de acompañar a la gente en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean”. (24) No tiene prisa. “Sabe de esperas largas y de aguante apostólico, que cuida el trigo y no pierde la paz con la cizaña” (24), pues en todo corazón conoce del trigo y la maleza. No tiene miedo y quiere que no temamos. Es el amigo que, desde la Iglesia, “sabe dar la vida entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora”. (45) Llega a Colombia, como dice el texto, con “corazón misionero que se hace débil con los débiles y todo para todos. Que nunca se encierra, ni se repliega en sus seguridades ni en la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en el discernimiento de los senderos del Espíritu. Y no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (45); y el riesgo de las interpretaciones impredecibles que pueden hacerse de su visita. Trae “una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos, sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que no tienen con qué recompensarte” (48); por eso va a meterse en la Cartagena popular profunda, de desplazados, desempleados y empobrecidos. Y llama a la Iglesia en Colombia a que vaya más allá, a que ahonde la audacia evangélica, al lado de todas las víctimas y todos los excluidos, en actos grandes, afirmativos, de reconciliación y de justicia: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”. (49)