Por: Francisco de Roux, S.J.Marzo 3, 2016 Años de experiencia cotidiana, en terreno, al lado de las víctimas, nos enseñaron que paramilitares, guerrilla y ejército estaban encerrados en una caja negra de retaliaciones y violencias; enredados con políticos locales en los territorios de la guerra, la coca y la minería criminal. Fue así como, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, los paramilitares hicieron 1.189 masacres, no pocas veces con el apoyo o aquiescencia de las fuerzas armadas del Estado; la guerrilla hizo 337; y la Fuerza Pública, 158. Hubo más de 22.000 secuestros de la guerrilla que desataron el odio contra las Farc y el Eln. Y nos cubrimos de vergüenza cuando miembros de nuestro Ejército, en más de mil ocasiones, cogieron a jóvenes inocentes, los asesinaron, los vistieron de guerrilleros y los presentaron como terroristas muertos en combate. En medio del sufrimiento de las víctimas, concluimos que el camino para salir de la noche no era la denuncia, legítima y valiente, que en la guerra envolvente exacerbaba los odios entre comunidades sometidas al terror. Y optamos por privilegiar el conocimiento de los hechos y buscar después de la masacre, el secuestro o el desplazamiento, a los perpetradores, para enfrentarlos con el dolor del pueblo y evidenciar la estupidez de su guerra degradada. Fue así como emprendimos el camino de edificar reconciliación. Pusimos la protección de la vida, la resistencia civil, el diálogo y los proyectos educativos y productivos como alternativas de construcción reales. No por sacarle el cuerpo a la denuncia pública, ni dejar de lado la justicia, pues fuimos parte en los procesos ante la Fiscalía, sino porque vimos que, atrapada la sociedad en el conflicto armado, había que abrirle paso al encuentro humano para salir del infierno de la guerra macabra. Este camino probó, como el de la denuncia, ser muy peligroso: 27 compañeros nuestros en el Magdalena Medio fueron asesinados. La reconciliación y la justicia son necesarias para terminar el conflicto armado, y entre ellas la tensión es inevitable. Unos consideramos que la construcción de reconciliación es el valor fundamental y que un acuerdo serio, con penas transicionales y restaurativas, es el camino, porque conocemos desde dentro la complejidad del conflicto del que toda la sociedad ha sido, en diversos grados, responsable. Otros consideran que el derecho de las víctimas a castigar con cárcel a los grandes criminales y a sus superiores es primero e innegociable, aunque haya que postergar el logro de la paz hasta dentro de miles de víctimas más. Pensamos, sí, que la acción de las víctimas ante los nuevos tribunales y el lugar de la verdad tienen que estar asegurados. Que todo crimen salvaje de la guerrilla tiene que tener una sentencia restaurativa seria y proporcional; y que todo crimen bárbaro de quien desde las instituciones ejerció violencia mortal tiene que ser sentenciado a restauración clara, suficiente, diferenciada y correspondiente a su cargo. En todos estos casos, con limitaciones a la libertad. Tal es el desafío, para no dar lugar a la impunidad, en una justicia restaurativa, enriquecida por las críticas, que nos permita llegar a la reconciliación desde la peculiaridad de nuestra guerra absurda.