Por: Gustavo Jiménez Cadena, S.J.Abril 15, 2016 El estudio de la antropología cultural es fascinante. Nos saca de nuestro pequeño mundo local o regional para ponernos en contacto con la casi infinita variedad de costumbres y normas de otras sociedades a lo largo y ancho del mundo de hoy y a lo largo de la historia. Entre la inmensa variedad de culturas, incluyendo las más antiguas y menos evolucionadas, hay una constante. En todas ellas existe una institución imprescindible: la familia. Ahora bien, las formas concretas de familia admiten variaciones abismales de una cultura a otra. Unas sociedades aprueban el matrimonio monogámico, de un hombre y una sola mujer, otras el poligámico de un hombre con varias mujeres, y también, aunque más raramente, de una mujer con varios hombres. No estoy hablando de normas religiosas, sino de normas culturales. Han existido muy diversas formas de unión matrimonial, pero siempre con alteridad de sexos. Cosa curiosa: en la historia de la antropología no aparece ninguna sociedad que reconozca, como socialmente aprobado, el matrimonio entre dos varones o dos mujeres. Sólo en los últimos años apareció en el mundo occidental esta modalidad, que se ha venido impulsando por medio de una agresiva publicidad encaminada a reformas jurídicas. La semana pasada nos llegaron casi al mismo tiempo dos noticias: la resolución de la Corte Constitucional en la que se reconoce como verdadero matrimonio para Colombia la unión de dos hombres o dos mujeres, y la publicación del esperado documento pontificio sobre la familia. La posición del Papa Francisco naturalmente no coincide con la de nuestra alta corte. Es importante advertir que la Iglesia Católica reclama un gran respeto para todo ser humano, sea cual sea su orientación sexual. Explícitamente rechaza toda discriminación para las personas de tendencia homosexual. En este sentido no es homofóbica. El Papa Francisco reafirma esta posición en su documento: “Deseamos reiterar que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar todo signo de discriminación injusta, y particularmente cualquier forma de agresión y violencia” (250). Sobre los proyectos de varios países, incluyendo el nuestro, de equiparar las uniones homosexuales con el matrimonio, el Papa Francisco afirma: “No existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia” (251). Enseguida el Pontífice denuncia la agresión jurídica contra los países pobres: “Es inaceptable que las iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a los países pobres a la introducción de leyes que instituyan el matrimonio entre personas del mismo sexo” (251). La Iglesia expone sus ideales y los motiva, pero no los impone. Jamás pretende imponerlos coercitivamente, ni posee los medios para ello. El estado dispone del recurso a multas y cárcel y otras formas de coerción para lograr el cumplimiento de sus leyes. La Iglesia, al proponer sus normas, simplemente hace un llamamiento a la conciencia de las personas: cada uno decidirá en libertad si las acepta o las rechaza. Pero los ciudadanos, creyentes o no creyentes, tenemos el derecho de utilizar todos los medios democráticos para oponernos a las decisiones de las Cortes o del Congreso y buscar su anulación, si creemos que así lo pide el bien del país.