Por: Francisco de Roux, S.J.Enero 21, 2016 La construcción democrática del acuerdo que Gómez pedía, a partir, hoy, del abismo de nuestros desacuerdos, es precisamente el desafío que tendremos una vez terminadas las negociaciones para detener el conflicto armado. Una construcción que incorpora los resultados de los diálogos con la insurgencia para que nunca más haya víctimas, y que no será solo un pacto de ideas sino un verdadero programa de transformaciones estructurales negociadas, que tomará por lo menos cuatro períodos presidenciales, con gobernantes de distintos partidos, a partir de las regiones, con el objetivo común de hacer real una nación reconciliada y unida en lo fundamental. Este acuerdo paulatino supone la determinación de construir juntos en las diferencias para emprender cambios de fondo, pues, no obstante los progresos en disminución de la pobreza y una más que modesta estabilidad económica e institucional, Colombia sigue hoy en la lista de los diez países más inequitativos, más corruptos y con más impunidad del mundo; el primero en producción de coca y ‘falsos positivos’, y el segundo en desplazamiento forzado interno y minas antipersonas; con barbaridades en la propiedad y la calidad de vida del campo, evidenciadas en el censo y la Misión Rural, que nos ponen entre lo peor del continente. Este dramático contraste colombiano se muestra también en ser el primer país del mundo en páramos y el segundo en ecosistemas y, al mismo tiempo, uno de los diez más depredadores y destructores de su propio suelo; y en el reconocimiento internacional de la inteligencia de nuestra gente y la calidad de varias universidades, y al mismo tiempo estar en la esquina de los peores en las pruebas de educación de los colegios públicos para hacer patente la torpeza de nuestra exclusión social. Tal es el tipo de problemas que requieren de nosotros un acuerdo de fondo, y que no hemos podido resolver con planes nacionales de desarrollo desde los tiempos de Currie; bien que se hayan hecho esfuerzos, ‘producentes’ unas veces y contraproducentes otras, en la perspectiva del bien común. Aunque para muchos sea inconcebible, entre otras razones porque la guerrilla, por sus acciones bárbaras, se ganó el odio y la desconfianza generalizada, estos problemas están en el centro de las negociaciones con las Farc y el Eln, y no pueden resolverse en esas negociaciones, pues requieren justamente del acuerdo nacional; y este no puede hacerse dentro del conflicto armado, que profundiza las rupturas y aleja la posibilidad de la búsqueda colectiva de las soluciones necesarias. Ahora bien, el acuerdo buscado es también sobre los costos que tienen estos cambios. Y estos no son solo los costos del dar empleo a los que dejan las armas, ni los impuestos de paz, ni la aceptación de unos excombatientes en el Congreso. Los costos grandes son el precio que tenemos que pagar por el respeto a la dignidad humana igual de todas las mujeres y hombres de Colombia, por la reparación verdadera en inclusión económica, política y educativa de nuestro pueblo; por la solidaridad sin restricciones con las víctimas; por la disciplina para atajar la corrupción, y para detener lo que destruye nuestros ecosistemas. Entramos, así, en un proceso exigente y caro hacia la reconciliación; donde el punto no es solo exigir derechos, sino mucho más: asumir los deberes institucionales, ciudadanos y espirituales que harán realidad el acuerdo que nos debemos sobre lo fundamental.