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Mártires para la paz de Colombia

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Por: Gustavo Jiménez Cadena, S.J.Julio 27, 2017 Los nuevos beatos tienen relevancia particular en el momento histórico que atraviesa Colombia: modelos de compromiso con la vida humana, rechazo de la violencia, imparcialidad frente a los grupos en armas, amor práctico a los maltratados y, sobretodo, generoso perdón para los victimarios. Conocí personalmente a Monseñor Jesús Emilio Jaramillo. Me di cuenta de la situación de violencia que se vivía en Arauca: graves abusos de la guerrilla, paramilitares y fuerzas del gobierno. Quien defendiera la vida y dignidad humana frente a los grupos violentos, fatalmente se atraería el odio a muerte de alguno de ellos. El obispo de Arauca lo preveía. Suyas son estas palabras: “La única razón para matarnos o sentenciarnos es quizás nuestra imparcialidad. No nos comprometemos con ninguno de los grupos en armas. Nuestra Iglesia no está comprometida con el gobierno, con los políticos, con los petroleros. Su compromiso sacrificado es con el hombre visto con el prisma de Cristo”. Cuando mataron a uno de sus sacerdotes, al padre Raúl Cuervo, el obispo escribió: “El Sarare está lleno de sangre, no hay lugar que no esté de luto. Sólo hacía falta la sangre de un sacerdote, para que la copa se llenara. Pero si hace falta más sangre, aquí está mi clero con su obispo a la cabeza”. El obispo se ofrecía así al martirio. Y el martirio llegó el 2 de octubre de 1989 a las 7 de noche: 6 disparos de carabina y el cuerpo del Obispo quedó tendido en la soledad del Llano. El ELN se reconoció como autor del crimen: “Determinamos el ajusticiamiento del obispo Jesús Emilio Jaramillo por delitos contra la revolución”. ¡Qué ironía! ¡Por delitos contra la revolución! Por reclamar contra sus atropellos, injusticias, secuestros y asesinatos. El proceso de beatificación dejó en claro que el padre Pedro María Ramírez jamás justificó la muerte de liberales en la lucha partidista y que de sus labios nunca salió la maldición profética que se le atribuyó, que de Armero no quedaría piedra sobre piedra. Fue el 10 de abril de 1948. Al día siguiente de El Bogotazo. Esa tarde la turba enloquecida lo arrastró fuera de la casa cural, en medio de insultos, puñetazos y golpes con garrotes, varillas y planazos de machetes. Finalmente, alguien dio la orden: “No más planazos, denle por el filo”. El mártir pronunció sus últimas palabras: “Padre, perdónalos. Todo por Cristo”. En seguida varios hombres le asestaron machetazos en el cuello, la espalda y la cabeza. Su cuerpo desnudo quedó tirado a la entrada del cementerio. El breve testamento, escrito a lápiz pocas horas antes, destinado al obispo, comenzaba con estas palabras: “De mi parte, deseo morir por Cristo y su fe”. Dos mártires que murieron perdonando, que ofrecieron sus vidas por la paz y la concordia entre los colombianos. Su recuerdo será una voz de ánimo para seguir trabajando en nuestra patria por la reconciliación.

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