Por: Vicente Durán Casas, S.J.Marzo 30, 2016 El 11 de febrero del 2016 el diario alemán ‘Süddeutsche Zeitung’ publicó un comentario escrito por Robert Probst que tiene la peculiar característica de conmover, escandalizar y poner a pensar. El tema era Reinhold Hanning, un anciano de 94 años que es procesado en Dortmund por algo que realizó cuando era un joven de 19 años. A esa edad, entre 1943 y 1944, Hanning era guardia de seguridad en el campo de concentración de Auschwitz, y con base en ese hecho, objetivo e incuestionable, se lo acusa –72 años después– de haber sido cómplice y colaborador en la muerte de cerca de 170.000 personas. Otro medio informa sobre el testimonio dado en el juicio por Justin Sonder, de 90 años, quien afirmó que “aunque este proceso tendría que haberse celebrado hace 40 o 50 años, nunca es tarde para recordar lo que sucedió”. Este y otros juicios semejantes despiertan toda suerte de discusiones sobre el sentido que puedan tener: ¿se trata de venganza? ¿Se busca hacer justicia o aleccionar a las futuras generaciones? A pesar de que algunos intentan acudir a engañosas estrategias publicitarias para volver a negar el Holocausto y desconocer que este fue posible gracias a personas con nombre, apellido y fecha de nacimiento, muchos consideran que, en medio de un contexto de emigrantes y desplazados, vale la pena seguir enriqueciendo la discusión pública sobre asuntos de fondo atados al concepto de justicia. Quien ha vivido los horrores de una guerra genocida y a pesar de eso no se toma la justicia en serio corre el riesgo de convertirse en cómplice. De eso sí que saben los alemanes. Pero ¿acaso no habíamos leído hace un par de años titulares de prensa que informaban sobre los últimos juicios a los criminales nazis? Han pasado muchas lunas y parece que el tema no se agota: todavía hay victimarios que andan por ahí escondidos, agazapados en un anonimato envejecido, y también muchas víctimas, cuya sola presencia lanza signos de interrogación que golpean como dardos. De acuerdo con Probst, poner a responder ante tribunales de justicia a ancianos decrépitos, psicológicamente derruidos, que apenas si pueden prestar atención al proceso, lejos de ser indigno, representa algo que no solo es correcto sino que está lleno de sentido. En Alemania, crímenes como el asesinato y la complicidad en este no prescriben, y por eso la edad avanzada de un procesado no es criterio para dejar de procesarlo. Por otra parte, es claro que en estos juicios no se trata de los peces gordos del nazismo, sino de jóvenes miembros de las SS que obedecían órdenes superiores. Su grado de responsabilidad no es el máximo, y por eso no se trata ni de enviar ancianos a la cárcel ni de imponerles penas demasiado altas. Hace cerca de un año otro anciano, Oskar Gröning, fue hallado culpable por complicidad en la muerte de cerca de 300.000 judíos, y fue condenado a cuatro años de cárcel. De lo que sí se trata es de reconocer la dignidad de las víctimas, de poner su testimonio en el centro de los tribunales de justicia, y de que sean escuchadas cuando narran cómo fue que sus familiares más cercanos fueron atroz e intencionalmente asesinados, con la complicidad de los acusados allí presentes. La mayoría de las víctimas no buscan venganza. Lo que sí quieren es mirar a los ojos a los victimarios. Algunos no perciben, sin embargo, que tal mirada también puede restablecer la dignidad de esos ancianos decrépitos, que, arrepentidos o no de lo que hicieron cuando jóvenes, al acercarse al final de sus vidas se dan cuenta de que se les ofrece la oportunidad de ser reintegrados en la comunidad humana a través de las puertas de la justicia. Porque ellos también tienen dignidad, y cuando se hace justicia, tanto víctimas como victimarios pueden suscribir esa frase de Kant en la doctrina del derecho: “Si perece la justicia, carece ya de valor que vivan seres humanos sobre la tierra”. O lo que es lo mismo: cuando hay justicia, vale la pena seguir viviendo.
