Por: Francisco de Roux, S.J.Enero 14, 2016 El tema temido es la paz pública, no la paz de Santos, de las Farc o de Uribe, sino la paz como parte sustancial del Estado, deber y derecho de todos los ciudadanos. Se pide que no hablemos de cambiar por reconciliación y democracia la contienda armada por el poder, que produjo directamente 280.000 muertos, cuatro quintas partes de ellos, civiles. Paradójicamente, esta paz prohibida es la que buscaron, militar y políticamente, los presidentes Betancur, Barco, Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe y ahora Santos, con énfasis y métodos distintos según los tiempos, con errores –todos los cometemos– y esfuerzos por corregir errores. Y es también la paz que las Farc y el Eln ven necesaria ante un Estado imbatible y evolucionado, la llamada de la comunidad internacional a buscar la justicia social en democracia, y un pueblo que grita que paren la guerra. Y ante el dolor y la rabia de las víctimas de todas las partes. Sin este acumulado histórico, de búsquedas de equilibrios entre reconciliación y justicia, en medio de polémicas durísimas, no estaríamos en la madurez del proceso en La Habana, calificado por la Escuela de Paz de Barcelona, que sigue todos los conflictos planetarios, y por los expertos británicos y de Harvard como uno de los procesos más avanzados e innovadores en el mundo. Lo que nos debería llevar a respirar tranquilos después de tantos esfuerzos. Pero, al contrario, nos dividimos airadamente, de tal manera que vamos a que, a mediados de este año, cuando en el Vaticano y muchos países del mundo se celebre nuestra reconciliación, nosotros estemos peleando en las calles porque se firmó la paz en Colombia. Una explicación de esta polarización es la politización y utilización de la paz como bandera política. Pero el problema no está en que la paz, por su centralidad e importancia en la construcción de lo público, sea un asunto político, sino en que hicimos de lo político no un ágora de debate, negociación y acuerdos entre posiciones distintas, sino un campo de agresión, señalamiento y exclusión, desde los inicios de la república. Esto, agravado con la degradación de la guerra de 50 años que terminó por dañar todo lo que iba tocando: las instituciones, la vida campesina, las comunidades indígenas y afro, la economía con la coca, la justicia, los actores enfrentados en armas y, por supuesto, la política. Así llegamos a este callejón sin salida. Porque la paz es la causa política más importante y la responsabilidad más grave de ética pública. Y sin embargo, cuando llevamos la paz al debate público, la sociedad se polariza en odios dramáticos, la gobernanza se debilita, cada lado muestra al adversario como el caos, la incertidumbre se cierne sobre el país y las familias se pelean. Hasta el punto de que terminamos por encontrar más razonable y llevadero suspender el proceso de paz con las Farc y el Eln, y regresar a la confrontación armada cruda, que el Gobierno encomienda a los soldados para que, junto a paramilitares, se maten con los guerrilleros, aunque la mayoría de los muertos sean pobladores campesinos. Y así esta guerra cruenta, cara e interminable, nos evita la exacerbación de los odios entre los grandes dirigentes, nos da como seguridad el gasto militar y los guardias privados, y nos protege de la polarización dentro de las mayorías urbanas y dentro de las comunidades religiosas del país.