Por: Alfonso Llano Escobar, S. J.Diciembre 20, 2016 Permítanme que los haga partícipes de mi alegría. Es contagiosa. Deseo que se regocijen conmigo para que me ayuden a darle gracias a Dios, por este sol que hace ya 60 años alumbra mi oscuridad y calienta todos los rincones de mi existencia. Todo empezó una mañanita de diciembre de 1956; me parece que fue ayer, no más, cuando el Espíritu de Dios irrumpió en mi vida para configurarme interiormente a Cristo Sacerdote. Entonces, con las manos sobre mi cabeza, pronunció el obispo estas palabras: “Eres sacerdote para siempre”. No sé expresarlo. No sé lo que entonces sucedió en mi ser, si Cristo-Sacerdote entró en mí o yo en Él. Solo recuerdo que estamos presentes el uno al otro, como jamás, dos novios, dos esposos, se sienten presentes el uno al otro. Desde entonces, mi vida entera cambió. Cuando me acerco a un ‘hijo de hombre’ para convertirlo en ‘hijo de Dios’ y pronuncio sobre su inocente cabecita el rito inicial: “Yo te bautizo”, es Cristo-Sacerdote quien lo dice, valiéndose de mis labios humanos y pecadores. Cuando, frágil e impotente, alzo mi mano al cielo para impartir el perdón de Dios sobre mi hermano pecador, es su voz misericordiosa la que le dice al reo: “Yo te absuelvo…”. Cuando, hambriento de pan y sediento de amor, vago por las calles de la vida, en la asamblea dominical, calmo el hambre y la sed de mis hermanos con el Cuerpo y la Sangre del Hijo de Dios, cuando ante el asombro de ellos y el mío exclamo: “Este es mi Cuerpo; esta es mi Sangre”, eres tú, Jesús-Sacerdote, quien habla desde mi interior. Nada, quizá, como la muerte del ser humano impacta tan profundamente mi mortal existencia. He acompañado a muchos amigos en el trance de su muerte, y allí es donde mi sacerdocio, perdón, el de Cristo, le ha dado más sentido a mi vida, y consuelo al morir de mis amigos: “Yo soy la resurrección y la vida, les digo, perdón, no yo, Jesucristo; quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”. Ser sacerdote es la experiencia más sublime que puede vivir un hombre sobre la Tierra. Es la experiencia que convierte la Tierra en cielo y la muerte humana, en vida de Dios. El hombre, sobre todo el joven actual, dice que las mejores experiencias de su vida las encuentra en el sexo, en la tecnología, en el licor o en la droga. Si no conociéramos los resultados de esas experiencias, hasta nos podrían convencer. Convencen al niño, al ingenuo, al desprevenido. No saben aún que no todo lo que brilla es oro; ni que no todo lo que se mueve y hace ruido es vida verdadera, sino apariencia y engaño. No saben aún que se encuentra mayor felicidad en dar que en recibir, en morir a uno mismo que en vivir para el placer. No saben aún distinguir entre placer y felicidad. Sesenta años que han corrido veloces, dejando entre las entretelas de mi espíritu la felicidad de compartir con los demás sus penas y alegrías, sus éxitos y fracasos, su vida y su muerte. Ser sacerdote es ser testigo de Dios en este mundo, es decirles a todos los hombres que existe Dios, que está presente entre nosotros y que se llama Jesús. ¡Qué haríamos en este mundo sin sacerdotes! Moriría el sol. La sonrisa huiría de las caritas ingenuas de los niños y se apagaría la esperanza en los rostros arrugados de los ancianos. La ilusión abandonaría el corazón alegre de los novios, y el amor dejaría huérfanos a los esposos. La paloma de la paz alzaría su vuelo hacia el mar Muerto y las abejas trocarían por acíbar su dulce miel. Pero no. No alimentemos pensamientos tristes. Seguirá habiendo sacerdotes; seguirá triunfando la vida sobre la muerte. ¡Jesucristo es Sacerdote para siempre! ¿Y habrá alguien, todavía, que me pregunte por qué, hace 60 años, se coló esta inmensa dicha por los poros ocultos de mi espíritu?