Por: Francisco de Roux, S.J.Junio 9, 2016 Porque aunque el proceso de paz ha disminuido enormemente las víctimas de la guerra, todavía no comprendemos que el valor de nosotros como individuos depende del cuidado con que protejamos el valor de los demás. Y todavía no entendemos que cada vez que contribuimos con acciones u omisiones a la destrucción de una mujer o un hombre, vulneramos nuestro propio valor y nos desbaratamos a nosotros mismos. Acostumbrados por la guerra a no respetarnos, buscamos que la seguridad armada y las cárceles nos traigan el respeto que no encontramos entre nosotros, como si los policías, los soldados y lo jueces no padecieran de la misma incapacidad de valorar a los demás que nos enfermó a todos en nuestra sociedad. Esta situación pone en evidencia nuestra crisis espiritual y reclama que dediquemos tiempo de reflexión y de silencio para tomar conciencia de nuestro valor olvidado. Porque no hay otro camino para acceder al universo de lo humano, que se nos ha perdido y que es previo a la justicia y a la seguridad. Y es allí, en el encuentro profundo con nosotros mismos y los demás, donde puede hacérsenos patente nuestra dignidad absoluta, que no debemos a los presidentes ni a los organismos de seguridad ni a los jueces ni al Congreso ni a la guerrilla ni a los paramilitares ni a nuestras filosofías y creencias religiosas. Dignidad que tenemos simplemente como seres humanos. Que se da igual en todas las mujeres y los hombres. Que no puede acrecentarse con el poder ni con el dinero, ni con los títulos académicos, institucionales o religiosos; y cuya experiencia interior, desde el fondo de nosotros mismos, nos hace radicalmente humildes porque la dignidad no la construimos nosotros, sino que la hemos recibido con el regalo de la vida. Para los creyentes, esta dignidad se identifica con la experiencia espiritual de sentirnos puestos en la existencia por un acto de amor creador continuo que nos constituye como la persona que somos en libertad, en la inmensidad del universo y de la historia y que, al acogernos con comprensión y misericordia radical, nos impulsa a respetar, amar y perdonar así como nosotros somos amados y aceptados. Tal es la realidad que recibimos en el Evangelio de Jesús y que también han anunciado los grandes maestros espirituales de la humanidad. Y es cierto que aquí nuestra tradición espiritual corta más hondo al afirmar que lo que nos hace iguales y partícipes en un destino común es este amor absoluto del que gratuitamente somos objeto todas las mujeres y los hombres, independientemente de nuestras virtudes y de nuestros errores, de las clases sociales, las etnias o el dinero. Solamente si nosotros asumimos juntos este valor absoluto e innegociable, que nos exige el respeto total, podemos convocarnos a ser consistentes y construir una nación incluyente, capaz de garantizar a todos y todas las condiciones para vivir la grandeza de nuestra dignidad.