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Unas son de cal y otras son de arena

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Por: José Leonardo Rincón, S.J.Agosto 11, 2017 Así nos expresamos cuando queremos decir que las cosas de la vida tienen connotaciones diversas y hasta encontradas, a veces son agrias, a veces son dulces, unas aparecen oscuras y difíciles, otras claras y gratas. Ese vaivén existencial es normal. De hecho, las cosas no son blancas o negras, hay infinita tonalidad de grises o, si se quiere, de colores. El variopinto de esa realidad hace que la vida no sea rutinaria y monótona, nos ayuda a ser más objetivos frente a situaciones que no se podrían juzgar de forma simplista, a comprender mejor que el mundo es plural, diverso, heterogéneo y a aceptar la complejidad del ser humano en su pensamiento y actuaciones. De esta manera, como el Yin y el Yan, nada es totalmente negro pues puede tener un punto blanco, ni nada es totalmente blanco pues puede tener su punto negro. En esta semana vi por Twitter una entrevista que le hicieron a Federico Gutiérrez el Alcalde de Medellín. En ella, el burgomaestre paisa expresaba toda su indignación porque la lucha contra la delincuencia y la inseguridad, azotes que han afectado la capital de la montaña, se estaba perdiendo debido a que los organismos del Estado no estaban coordinados. En tanto él, como garante de la seguridad y bienestar ciudadanos le pedía resultados a la policía para que persiguiera y capturara los malandros y después de mucho esfuerzo y no pocos riesgos, algunos de los cuales les costaban incluso la vida a los agentes del orden, por fin se lograban los objetivos, a las pocas horas los jueces de la república dejaban en libertad a los malhechores. Tal absurdo se presentaba a diario y la situación se tornaba del todo inaceptable: o todos en la cama o todos en el suelo, pero no podía seguirse dando tan vergonzosa situación. Quien publicó la noticia comentó la misma diciendo que en tanto así procediera el “cartel de la toga”, calificativo bastante duro que me puso a pensar, no habría realmente justicia. De todos es bien conocida la crisis que desde hace años viene padeciendo el poder judicial, un poder que sobrevivió por décadas con buena credibilidad y reconocimiento por encima del poder ejecutivo y sobre todo legislativo desacreditados, pero que finalmente sucumbió ante la ineficiencia operativa, el santanderismo exacerbado que nos caracteriza y, lo más lamentable, por la corrupción del narcotráfico y las nefastas y muy diversas mafias que comenzaron a dañar todas sus instancias, infiltrando dineros mal habidos para sobornar funcionarios, comprar jueces, pagar falsos testigos, ganar juicios perdidos. La verdad, como colombianos, nunca hemos entendido cómo un hombre de extracción humilde que tuvo que robarse una gallina para poder sobrevivir él y su familia, pague varios años de cárcel hacinado en una celda, en tanto los que se robaron miles de millones en Bogotá les den casa por cárcel y a los dos años queden libres. Hay algo que no funciona en nuestro marco legal. Tampoco entendemos cómo crímenes de lesa humanidad y otros vejámenes puedan quedar impunes a pesar de las cacareadas investigaciones exhaustivas. El caso del asesinato del joven Luis Colmenares es patético en cuanto a su alrededor, durante todos estos años, se han tejido y entretejido situaciones de auténtica y perversa telenovela. En la vida ordinaria nos sorprenden todos los días con ladrones que quedan en libertad a las pocas horas de ser capturados. La excusa es la misma: las cárceles, las inspecciones de policía, las famosas URIS están abarrotadas. No cabe un delincuente más. Los juzgados están saturados de innumerables procesos sin concluir. Bandidos de todos los pelambres, desde los perfumados de cuello blanco, hasta raponeros y carteristas callejeros, siguen orondos delinquiendo porque nunca sentirán el peso de la justicia. Si el fiscal anticorrupción es corrupto, si el subcomandante de la policía en Bogotá está acusado de asesinato, es decir, si la sal ha perdido su sabor, ¿Hasta cuándo padeceremos esta inequidad? Pero no todo es maldad, ni todo es oscuro y lúgubre, también en el país se ven cosas buenas, luminosas, que alegran el corazón. Les cuento. Hace unos cuatro años, después de celebrar la eucaristía dominical, se me acercó un hombre alto y fornido, evidentemente campesino de acento santandereano. Me contó que era un desplazado por la violencia, primero guerrillera y luego paramilitar. Su casita en el campo con las pocas propiedades que tenía tuvo que abandonarlas amenazado de muerte al igual que su familia. Vino a parar a esta poco o nada hospitalaria ciudad. Lo único que sabía hacer fuera de labrar el campo y cuidar animales, era trabajar el cuero. Me mostró sus productos y me pidió una ayuda. Con papel en mano, a modo de certificado me demostró que no decía mentiras y que él era realmente un desplazado. Su situación era realmente crítica. Pasadas unas semanas, en alguna oficina del Estado donde sabían de su caso y querían ayudarle le dijeron que podría aspirar a conseguir casita pero que necesitaba de un empujón para que el proceso fuera más ágil. Hablé con un compañero jesuita, que no nombro para no herir su discreción, y él ayudó a dar ese empujón recomendando a este hombre. Al poco tiempo le dieron una modesta pero digna casa en las afueras de Bogotá. Su alegría no podía ser mayor. Esporádicamente nos hemos visto cuando viene a ofrecer sus productos al final de la ceremonia litúrgica. Pero lo que realmente me alegró el alma es que ayer me llamó exultante de alegría para contarme que desde la agencia nacional que ayuda a restituir las tierras robadas a los campesinos, lo habían llamado para decirle que podía volver a su tierra, que allí le devolverían su casa y le darían alguna ayuda económica para que comprara unos cuantos animales y reviviera su humilde granja. No lo podía ni lo puedo creer. ¡Lo que prometió el Presidente, en ese sentido, lo está cumpliendo! Esta noticia seguramente no saldrá en los medios y si se contara tampoco nadie la creería, dada la imagen tan desprestigiada que tiene. El hecho es que un campesino víctima de la absurda violencia que vivimos por décadas, hoy ha vuelto a ser feliz. La paz es posible y está mostrando sus positivos efectos. También en Colombia pasan cosas buenas y hay que compartirlas pues efectivamente suceden y no nos podemos permitir caer en el pesimismo y la desesperanza. ¡Alegría compartida es doble alegría! Unas son de cal, es verdad, pero es verdad también que otras son de arena.

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