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¿Cuál es el sentido de nuestra esperanza?

Hace cuarenta días estábamos celebrando la fiesta de la resurrección del Señor. Hoy, nos alegramos con la fiesta de la Ascensión. ¿Qué conexión existe entre una y otra? ¿Qué nos dice de nuevo esta fiesta a los cristianos que vamos caminando por este mundo, cargados de problemas, llenos de ansiedad y de tensión? Veamos. Jesús de Nazareth, el Dios hecho hombre, el mismo que padeció y resucitó, es glorificado, colocado a la derecha del Padre, para desde allí interceder por nosotros, sus hermanos. Nos envía el Espíritu de la verdad, el consolador, el abogado. Se nos invita a disponer el corazón para recibir el regalo de Jesús, su nueva forma de presencia en medio de nosotros, en el corazón de cada creyente. El mismo que había resucitado, quien durante cuarenta días se fue manifestando a sus discípulos de diversas maneras para fortalecerlos en la fe, es el mismo que asciende a los cielos para ser glorificado y colocado como nuestro intercesor. Esa es la conexión entre la resurrección y la ascensión. El segundo aspecto que debemos considerar es el referente al sentido que tiene para nosotros esta fiesta. Para mí, es el sentido de la esperanza, de saber cuál ha de ser el camino que vamos a seguir después de nuestro paso por la muerte. Estamos llamados a vivir la plenitud de Dios en la fiesta sin fin, estamos llamados a ser copartícipes de la gloria que se nos ha anticipado y mostrado en la resurrección. No todo puede ser tristeza y dolor, no todo es fracaso y tragedia. Hay un profundo sentido de esperanza en lo que nos espera. Es lo que nos dice el canto que hemos escuchado muchas veces “somos los peregrinos que vamos hacia el cielo, nuestro destino no se halla en esta tierra, es una patria que está más allá”. Seguir a Cristo es encontrar el camino de la esperanza, es saber que por difíciles que sean las situaciones que debamos afrontar, no todo termina con la muerte, que ese no es el final, que hay una vida después de esta existencia temporal, que es pasajera y caduca, marcada por la mezcla de alegría y dolor. Esa esperanza nos anima a seguir hacia adelante, a no dejarnos vencer por los problemas y las situaciones complejas. Mirando la vida de esa manera, renace en nuestro interior la luz de la esperanza. Pienso en los tiempos que estamos viviendo, los problemas que debemos afrontar, las situaciones de tensión que nos agobian. Ante ese panorama descubro que no puedo dejarme vencer por todo ese clima de zozobra, que por encima de los problemas estoy llamado a ser un sembrador de esperanza, alguien que pueda mostrar el camino a otros, profundamente convencido de que es posible construir un mundo mejor, un país más fraternal y humano. Es, al mismo tiempo, decirme a mí mismo que la fe debe ser encarnada, que no es algo distante y apartado de la realidad ordinaria. Es anunciarme y proclamar a los demás que la esperanza a la luz de la resurrección y ascensión de Jesús tiene sentido y vale la pena. Al celebrar la fiesta de la Ascensión hago un llamado a quienes leen esta columna para que se conviertan en testigos y profetas de la esperanza, porque lo necesitamos. Estamos cansados de escuchar a los profetas de desgracias y bien vale la pena recobrar el sano optimismo que necesitamos para seguir adelante.

La misión que nos confía el señor

Siempre he pensado en lo que significa que el Señor lo llame a uno, lo escoja para una vocación y una misión determinadas. Es lo que nos dice el evangelio de este domingo. Cuando pienso en este pasaje, recuerdo con gozo y alegría el día de mi ordenación sacerdotal. La razón es muy sencilla, parte de este texto lo coloqué en la tarjeta de participación de mi ordenación. Es el que dice “no me han elegido ustedes a mí, soy yo quien los he elegido; y los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto dure”. Resuenan en mis oídos las palabras del obispo el día de mi ordenación, revivo los momentos de mi primera misa y siento esa dicha como si la estuviera viviendo en este momento, han pasado 47 años y medio. Es la conciencia de haber sido escogido no por mis méritos, ni por mis cualidades, sino por la bondad y la gracia del Señor, porque me quiso llamar a ejercer un ministerio de amor y de servicio en favor de mis hermanos, para que fuera su presencia en medio de la comunidad, siendo un puente entre El y las personas, buscando que se acerquen a Dios, que se reconcilien con El. Llamado a ser ministro del perdón, considero que es un ministerio que tiene pleno sentido en el contexto que vivimos. La misión es dar fruto abundante. Es la tarea que tenemos todos como cristianos, no solo los sacerdotes y los religiosos, sino todos los bautizados. Es el compromiso de ser constructores del reino de Dios acá en la tierra. Sabemos que no es fácil, dadas las actuales circunstancias y los problemas que vivimos. Pero estamos llamados a ser profetas de la esperanza, sembradores de paz y justicia, ministros de la verdad. Ahí, en todos esos campos, nos la jugamos por Cristo, es la misión que nos ha encomendado. Asumamos dicha tarea con entusiasmo y pongámosla por obra. El amor ha de ser el distintivo del cristiano, ha de llenarlo de luz y esperanza, ha de mostrarle la posibilidad de un futuro mejor. Pero debe ser un amor hecho vida real en lo ordinario y cotidiano de la vida. Nos deben reconocer por la manera como nos amamos, para cumplir el precepto de Jesús “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Ese amor no es algo abstracto, es algo profundamente encarnado, real, palpable y eficaz. Eso cambia las relaciones interpersonales, cambia a las personas, poco a poco cambia el mundo. Me he preguntado por qué pensamos siempre que amar es difícil, lo colocamos como algo inalcanzable. Pensamos que eso es algo para personas privilegiadas que tengan unas cualidades superespeciales. Al ver las cosas desde lo espiritual, entiendo que no es algo tan lejano y distante, sino que es cercano y posible. Mi invitación a quienes leen esta columna es a tomar la decisión de amar, comenzando desde hoy mismo, superando obstáculos, dificultades y prevenciones. Sabiendo que podemos fallar más de una vez, que no nos va a hacer diferentes el aceptar nuestros errores, debemos empezar a construir ese nuevo horizonte con el que todos soñamos. Es la misión que Jesús nos confía. Hoy, miremos hacia dentro de nosotros mismos, preguntémonos cómo estamos asumiendo la misión que el Señor nos ha encomendado y vivámosla.

Unidos lograremos grandes cosas

Siempre me he preguntado por qué es tan difícil que las personas nos unamos para lograr propósitos comunes. Pueden más en nosotros los intereses particulares y personales. Casi que podríamos decir que esta es una prioridad que está a flor de piel. Sin embargo, la realidad debería ser otra. Pensar con criterio de comunidad, de bien común, de apoyarnos los unos a los otros, de creer que juntos es posible alcanzar metas grandes. El evangelio de este domingo es un buen ejemplo de esto. Nos presenta el texto la imagen de un labrador que cultiva una viña y nos dice “yo soy la verdadera vida y mi Padre es el labrador”. Para los oyentes del tiempo de Jesús era una imagen bastante familiar dado que las plantaciones de la vid, de la uva, se encontraban en abundancia. No era, como sí lo es para nosotros, algo extraño o desconocido. Son las comparaciones que usa Jesús para acercarse más a la gente, para hacer más comprensible su mensaje. Quien tiene una plantación, en este caso una vid, la debe cuidar, podar, abonar para que la cosecha sea abundante y los resultados sean los esperados. Debe darse la unión entre los sarmientos y la vida “como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vida, ustedes los sarmientos”. Estar unidos es el primer paso para lograr algo en común. Esto se da cuando nos proponemos metas para alcanzar entre todos, cuando los fines son compartidos, cuando los medios se han buscado entre todos. Nos lo completa el texto “el que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”. El texto va más allá pues nos dice “al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca”. Es la expresión de la realidad de las personas que no se unen a las causas comunes, que con son disociadoras con sus actitudes, que prefieren aislarse y marginarse pensando solo en lo personal o particular. Esto se da en muchas situaciones y circunstancias de la vida. Pienso en lo que podríamos alcanzar y lograr si nos comprometiéramos de verdad en lo que se llama la búsqueda del bien común. Sobre esto tenemos muchos ejemplos en la historia de la humanidad. Grupos que se han unido para lograr algo y sin tener muchos recursos disponibles han logrado grandes cosas. Grupos humildes y sencillos que han salido adelante porque han tenido la fuerza de la unión, como nos dice el adagio popular “la unión hace la fuerza”. Han tenido líderes que les han mostrado el camino para superar la dificultad, para unirse en la causa común. El ejemplo del texto de hoy es diciente y nos habla de una manera clara: si quieren lograr algo grande únanse, ayúdense, apóyense porque somos sarmientos que debemos estar unidos a la vid, al tronco, para dar fruto y que este sea abundante. Es bueno revisar si nos sentimos dispuestos a hacer causa común para el logro de los objetivos que como colectividad, como región, como país, podemos proponernos y ver si hay actitudes que podemos y debemos cambiar. Como digo en el título “unidos podemos lograr grandes cosas”. Ánimo.

El buen pastor: un desafío

Conocer a las ovejas, dar la vida por ellas. Dos acciones que el texto evangélico de este domingo señala como distintivo de aquel que puede ser llamado el Buen Pastor. Es una verdadera vocación y es una misión para toda la vida. Hoy, cuando celebramos el domingo del Buen Pastor, jornada mundial de oraciones por las vocaciones sacerdotales y religiosas, adquiere una fuerza mayor. Todas las personas necesitamos guías y acompañantes en el camino de la vida. Guías que nos muestren el sendero por el cual debemos caminar, guías que nos muestren cuál es la meta que debemos alcanzar, guías que nos sirvan de ejemplo en ese recorrido y que nos sirvan de estímulo en el camino de cada uno. Al mismo tiempo, necesitamos acompañantes, personas que caminen junto a nosotros para ser nuestro apoyo, que nos den ánimo cuando sintamos que las fuerzas nos fallen, que conociendo a cada una de sus ovejas, puedan pronunciar la palabra oportuna, realizar el gesto adecuado, conforme a las circunstancias de la vida de cada uno. Eso es lo que identifica al Buen Pastor, a ese que nos describe el evangelio cuando nos habla de “el buen pastor da la vida por sus ovejas; conoce a sus ovejas”. Dar la vida en el sentido del evangelio es cuidar, amar, servir, buscar todo lo que sea posible para que las ovejas se mantengan unidas, estén sanas y sigan al buen pastor. Conocer las ovejas es llegar hasta el corazón de cada uno, reconocer sus fortalezas y debilidades, sus triunfos y fracasos y encontrar la manera de aconsejar y orientar para lograr lo mejor de cada uno. Es todo un programa de vida. Para todo lo anterior se necesita tener vocación, sentirse llamado, no se puede “ser asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa”. Afortunadamente, no es común encontrar ese tipo de asalariados. Encontramos, por el contrario, a esos sacerdotes que son verdaderos pastores, que gastan su vida en el servicio a la comunidad, que comparten con las ovejas que le¿ han sido confiadas sus alegrías y esperanzas, sus gozos y tristezas. Esos pastores son los que conocen sus ovejas y dan la vida por ellas. Por ellos estamos llamados a elevar nuestra oración. Al mismo tiempo, oramos por aquellos jóvenes que pueden sentir el llamado a ser pastores, ya sea en la vida sacerdotal o en la vida religiosa, para que respondan generosamente a ese llamado, para que descubran que es una posible opción de vida, para que reconozcan lo valioso de gastar la vida en el servicio y la entrega a los demás. Que esto forma parte del sentido de la vida, que es algo por lo cual vale la pena jugarse el todo por el todo. Ejemplos tenemos a lo largo de la historia, en los cuales se nos muestra a dónde puede llegar una vida vivida a la luz del seguimiento de Jesús, teniendo como camino y modelo a ese Buen Pastor que fue el mismo Jesús. Podríamos citar muchos nombres de ese tipo de pastores; sin embargo, lo dejamos al análisis de las personas que leen esta columna: ¿Qué es ser buen pastor?

¿Solos o acompañados?

El camino de la vida de cada uno de nosotros se parece a lo que nos cuenta el evangelio de este domingo en torno a lo que les sucede a los dos caminantes que van a la aldea de Emaús. Van desalentados y desilusionados, porque según ellos, las cosas no han resultado como les habían dicho, como lo habían pensado. Esperaban que las cosas se resolvieran de otra manera. Es lo que el peregrino que se hace encontradizo les explica. Debía padecer y morir para luego entrar en la gloria. Ellos se devuelven presurosos, no importa la hora de la noche, no importa el camino que se ha de recorrer, su vida ha cambiado porque el Señor se les ha manifestado y lo han reconocido en el partir del pan. Luego viene ese otro acontecimiento. El Señor se manifiesta a los discípulos reunidos, pero ellos creen ver un fantasma, se asustan. Él les ha dicho que la paz debe acompañarlos. Pero sus palabras no bastan. Les da una muestra más fehaciente de que sí es él. Les pide comida, come delante de ellos. Las evidencias no pueden ser más claras. A continuación les explica, como lo había hecho con los discípulos de Emaús, que todo eso había sido anunciado por Moisés y los profetas. Que eso debía suceder así: que el Mesías debía padecer y luego entrar en la gloria de la resurrección. No se queda ahí, les da una misión “ustedes son testigos de esto, desde Jerusalén y luego a todas las naciones”. Es la misión que se confía a quien abre su corazón para aceptar al Señor resucitado, a quien se deja invadir por la experiencia del encuentro con el Señor, con sus manifestaciones y con la fuerza que nace del Espíritu que reciben los que creen en Él. Vale la pena que nos preguntemos si en realidad somos testigos de la resurrección, si nos sentimos acompañados por el Señor o si, por el contrario, porque su luz no nos ha invadido y llenado, nos sentimos solos, apesadumbrados, temerosos, como los discípulos que creyeron haber visto un fantasma. La vida con Jesús, cuando sentimos su presencia y su fuerza, es distinta a la experiencia de sentirnos solos, sin Él, sin el Espíritu que nos impulsa a ser sus testigos. Ser testigos de la resurrección es reconocer que la vida no es la misma con Jesús o sin Él, que las cosas no tienen el mismo sentido y que podemos desalentarnos si confiamos solamente en nuestras fuerzas y no ponemos toda nuestra esperanza y toda nuestra confianza en Aquel que le da el verdadero sentido a este caminar. Necesitamos ser un poco como los discípulos de Emaús que abrieron su corazón a aquel caminante y descubrieron el sentido de su vida, lo reconocieron al partir el pan, o como los discípulos del relato de hoy, que lo reconocen cuando les pide algo de comer. Muchas veces el ritmo acelerado de la vida nos impide ver las cosas y las realidades de una manera distinta. Podemos permanecer solos o podemos estar acompañados. Somos nosotros quienes decidimos cómo queremos vivir la vida y qué hacer para vivirla plenamente. El mensaje de Jesús nos llega a lo más hondo del corazón “la paz esté con ustedes… soy yo, no teman”. Como diría Antoine de Saint.Éxupery “solo se ve bien con el corazón, lo esencial resulta invisible a los ojos”. Veamos con el corazón y descubriremos grandes cosas en la vida.

Encuentro de maestros de novicios de la CPAL

El 19 de octubre, los maestros de novicios de la CPAL tuvieron la valiosa oportunidad de compartir e intercambiar temas relacionados con los hermanos jesuitas. Estos temas de reflexión incluyeron la identidad del hermano jesuita, la formación, la promoción vocacional y los aportes de los hermanos en la actualidad. El evento concluyó con un enriquecedor conversatorio y reflexión que sirvió para continuar brindando apoyo a las nuevas vocaciones de los hermanos, en la etapa de formación en el noviciado.

Ser jesuita, ser hermano

Lee estas reflexiones a propósito de la Fiesta de San Alonso Rodríguez, jesuita hermano de la Compañía. _________________________________________________________________________________________________________________ Cada 31 de octubre, los jesuitas del mundo entero volvemos sobre la memoria de Alonso Rodríguez, el santo hermano portero; un hombre cuya talla ha quedado grabada en la mente y el corazón de muchos jesuitas a través de los siglos. Hoy, como siempre, su vida y legado animan la vocación de hermano.  ¿Pero qué significa ser hermano jesuita? Una pregunta vigente y cada vez asumida con creatividad para comunicar aquello que implica la respuesta de quienes han elegido ser hermanos en la Compañía de Jesús. El padre Kolvenbach, anterior general de la Compañía, con gran lucidez, señaló que el hermano es, en primer lugar, jesuita; solamente después es hermano. O, más bien, como hermano expresa la única vocación y la única misión de la Compañía. Recientemente, el papa Francisco, jesuita de Argentina, en su visita a Panamá y reunido con un grupo de jesuitas respondió la pregunta sobre la vocación de los hermanos jesuitas. Francisco destacó que ellos son personas concretas, sin necesidad de maquillaje o adornos, y, de ese modo, influyen en el cuerpo colectivo. Afirmó que esta vocación debe ser promovida.   Las palabras del papa Francisco animan a indagar en qué radica dicha “concreción” y el aporte que ellos hacen al cuerpo de la Compañía. Por eso, este año se recupera la vida de dos jesuitas hermanos de la Provincia Colombiana, que, desde la singularidad de sus vidas, ofrecen hoy con su memoria, una respuesta novedosa a la pregunta “¿quiénes son los hermanos jesuitas?”. A continuación, un homenaje a la respuesta que Gabriel Duque Correa y Eustaquio Silva Bernal dieron como hermanos en la Compañía de Jesús. _________________________________________________________________________________________________________________ Conoce las experiencias:  H. Gabriel Duque Correa S.J. H. Eustaquio Silva Bernal S.J.

H. Eustaquio Silva Bernal, SJ

“Sea alabada la muchedumbre de tantos hermanos jesuitas que han escrito, en la santa penumbra de sus vidas –como la de Jesús de Nazaret–, la gran historia de la salvación encomendada a la Compañía de Jesús”. H. Eustaquio Silva, SJ _________________________________________________________________________________________________________________ En la fiesta de San Alonso Rodríguez, jesuita hermano en la Compañía de Jesús _________________________________________________________________________________________________________________ La vida del H. Eustaquio pasó a engrosar la historia de esa “santa penumbra” de la vida de los hermanos jesuitas que, en el seguimiento silencioso y discreto del Señor Jesús, enriquecen el carisma de la Compañía de Jesús. Las palabras que encabezan este sencillo homenaje sirven de conclusión a unas Notas autobiográficas que el H. Eustaquio escribió a lo largo de su vida y que concluyó en 1991. Dejaremos, entonces, contar al propio Eustaquio algunos apartes de su vida y, luego, al P. Silvio Cajiao, S.J. referir algunos rasgos de su personalidad. “El pueblo de Floresta (Boyacá) se encuentra en un valle pequeño, fértil y muy bonito, rodeado de cordilleras altas, como el Tíbet que se ve de todas partes. El Dungua, que aparece nublado frecuentemente, enmarca el bello paisaje. […] Rosa Grande, localizada donde terminan las estribaciones del Tíbet, la cordillera más alta de Floresta, es un rincón hermoso donde llega el caudal de agua para el pueblo; recorre todo el trayecto de la finca para hacer de Rosa Grande un sitio atractivo y tranquilo. En esta finca nací el 29 de mayo de 1923. Se empieza a cosechar alverja, habas, fríjol, papa criolla; creo que por eso se encontraba mi mamá en la finca”. Se trata de doña María del Carmen Bernal, también oriunda de Floresta, como el padre de Eustaquio, don Marco Silva, “quien fue el hombre de la agricultura. Toda su vida fue la agricultura. La ilusión y sus sueños eran tener una gran cosecha de cebada, maíz, fríjol, papa y trigo. […] Toda la familia estaba en función de la agricultura, el ganado y las ovejas. Todos los hermanos y hermanas solo estudiamos la primaria para luego dedicarnos a la agricultura. La agricultura es un oficio muy hermoso y gratificante; regar la semilla y ver al poco tiempo nacer, crecer y fructificar en abundancia la semilla sembrada. […] Todo es un sueño tranquilo para el agricultor que ve, espera y recoge la comida para conservar la vida”.  “Mi mamá fue muy estimada por las personas que la conocieron. Murió cuando yo sólo tenía dos años; no alcancé a tener ningún recuerdo, pero me hablaban maravillas de mi mamá, Carmelita Bernal, como la llamaban”. Doña Carmelita y don Marco tuvieron otros cuatro hijos: Faustino, Sofía, Lola y Luis María. Al quedar viudo, don Marco se casó con doña Emilia Bernal, tía de Eustaquio, quien también había enviudado de un hermano de don Marco. Ella tenía una hija de su matrimonio, Rosa Irene, y tuvo otros cinco hijos más en la nueva unión, por lo que se conformó un nuevo núcleo familiar de once hijos. “En la casa todo era muy normal, de mucho respeto unos con otros; las mujeres en sus cosas, los hombres en sus trabajos… solo teníamos libres los domingos. A los quince años, nuestro trabajo se igualaba al de un obrero; mi padre confiaba mucho en nuestro trabajo y en el de los obreros por la presencia nuestra”. “Como acólito, fui conociendo y relacionándome con los padres jesuitas, por lo mismo, conociendo la Compañía de Jesús. Con la recomendación del P. Camargo –párroco de Floresta–, me recibieron en el Noviciado de Santa Rosa de Viterbo como aspirante”, el 17 de octubre de 1941. Durante esos dos años, lo encargaron de la recepción de la casa y de la encuadernación. Dos años más tarde, emitió los votos del bienio el 30 de agosto de 1943. “Reconozco el llamado de Dios, su gracia me ha conducido y me ha dado la mano, como la mamá que lleva al niño a todas partes sin peligro. Días y noches de muchas consolaciones, días y noches de oscuridad y tentaciones, días y noches de soledad abrumadora y Dios llevándome de la mano. […] En el Noviciado, el P. Germán Mejía como Maestro de novicios y el P. Hipólito Jerez como ayudante del P. Maestro, nos formaron para el trabajo puntual y responsable, con espíritu sobrenatural y con las virtudes de buen ejemplo, buen trato a los demás y dando un buen consejo a los que cooperan con nosotros. Todo quedó muy asimilado para la vida entera”.  Su vida apostólica comenzó en forma en Cali (1945-1955), encargado de la recepción del Colegio Berchmans, así como de los buses y del personal administrativo. Algún tiempo después, le confiaron la administración de la Finca La Cumbre, que se había adquirido para las vocaciones. “En el año 1953, estando en Cali, me concedieron emitir los últimos votos [el 15 de agosto]. Era muy sencilla la Tercera Probación: un mes en el Noviciado con la distribución de los novicios asistiendo a las pláticas de explicación de las Reglas, ocho días de Ejercicios Espirituales, hacer la visita a la Virgen de Tobasía, patrona de la Compañía de Jesús”. Durante estos diez años, entabló una estrecha relación con las familias de los padres Francisco de Roux y Alfonso Borrero. Después, fue destinado a Barranquilla (1955-1961) por el P. Emilio Arango, S.J.; allí colaboró en la recepción, las misas y la administración económica del Colegio.  Después de dos años de trabajo en La Merced en Bogotá (1961-1963), lo enviaron a El Mortiño: “me encargué de la dirección de la cocina y compra de mercado; la huerta de hortalizas y la huerta de las peras. Le ayudaba al H. Eugenio Montoya en la finca de Patasía y en la ganadería de la casa”. Luego de una breve colaboración en Bucaramanga (1970-1971), pasó a colaborar en la Curia Provincial en 1972, donde lo encargaron de la administración de las fincas de Techo y Moyano. Siguieron cuatro años en la Javeriana, trabajo que recuerda con especial cariño: “con todo el personal de la Javeriana me fue muy bien. Las oficinas de funcionamiento eran las que más rápido se atendían, fue de gran importancia esa prioridad en los arreglos. Todo el personal que acudía a pedirme alguna cosa no quedaba defraudado, siempre

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