Signo de unidad, vínculo de caridad
Decía el adagio “los jueves grandes en el año tres son, jueves santo, de corpus y de la ascensión”. Por esas cosas de los lunes festivos (en cuanto a lo civil) y de la supresión del precepto o fiesta de guarda (en cuanto a lo religioso) solo queda uno de esos jueves, el santo. Los otros dos pasaron al domingo (en lo religioso) y al lunes siguiente (en cuanto al festivo civil). Celebramos este domingo la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Esta fiesta está en íntima conexión y relación con la celebración del jueves santo, solo que la fiesta que nos ocupa está totalmente centrada en la eucaristía como el modo que Jesús instituyó para quedarse con nosotros y ser nuestro alimento espiritual. Ya lo había dicho Él mismo “quien come mi carne y bebe mi sangre, está en mí y yo en él y tendrá vida eterna”. La Eucaristía es regalo y es don porque nos fortalece, nos da sentido de unidad y fraternidad. Reunirnos en torno a la mesa del Señor para partir el pan eucarístico es construir unidad, es crear comunidad. Es sentirnos llamados a hacer de nuestra vida un testimonio de esa unidad que surge del partir y compartir el pan en la mesa del Señor. Es, al mismo tiempo, vínculo de caridad porque el compartir el pan nos lleva a hacer realidad en la vida diaria el sentido profundo de solidaridad con el más débil y el más necesitado que debe brotar de la mesa eucarística. No podemos, como nos lo dice el apóstol Pablo, compartir la mesa del Señor, partir el pan, si tenemos conciencia de que hay hermanos nuestros que pasan hambre, que tienen necesidad y que nosotros somos para ellos hermanos en la fe, en la esperanza y en el amor. Ha de ser un amor hecho vida, en las situaciones particulares y concretas de cada uno. Reunirnos a escuchar la palabra del Señor, a partir el pan, es también sentirnos convocados para ser solidarios, para ejercer el ministerio de caridad con nuestros hermanos, rostros vivientes de Cristo en el mundo y el momento actual. Pensamos con frecuencia, especialmente los varones, que la Eucaristía es asunto de ancianos, señoras y niños. No hemos caído en la cuenta de que todos, no importa la raza, el género, la edad, el nivel social, tenemos necesidad de fortalecer nuestra vida espiritual para ser capaces de hacer frente a los desafíos del tiempo presente. Desafíos que son cada vez más complejos, más agobiantes y, para lo cual, necesitamos fortaleza interior para afrontarlos. Ahí, la Eucaristía tiene un profundo sentido de alimento y sostén. Construir unidad y crear vínculos de caridad es algo que todos necesitamos en nuestro diario caminar como creyentes. Quiero invitar a todas las personas que lean esta columna a hacer un compromiso serio de participar más frecuentemente en la Eucaristía, de recibir el cuerpo y la sangre del Señor como ese alimento esencial en la vida.
El Dios en quien creemos es comunidad
Celebramos este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad. Es, por decirlo así, la fiesta que reúne en una sola las celebraciones que hemos tenido a lo largo del año. Es recordarnos que nuestra fe es en un Dios que es comunidad. Es descubrir que, si somos creados a imagen y semejanza de Dios, estamos llamados a construir comunidad y a vivir en comunidad. Suena extraño lo que he afirmado en el párrafo anterior, pero es la verdad. Dios se nos ha manifestado como Padre, Hijo y Espíritu. Así nos lo dio a conocer Jesús. Nos habló de su Padre, de sí mismo habló como el Hijo y nos prometió el envío del Espíritu Santo. Más clara no puede ser la manera cómo Jesús nos explica el misterio de Dios. Nos habla de un Dios que es comunidad y que nos invita a ser y a vivir de la misma manera. Como ellos son uno, que también nosotros seamos uno. Dios es al mismo tiempo, el Creador, el Redentor y el Santificador de la humanidad. Es la unidad en la pluralidad. Es acercarnos a una realidad que sobrepasa lo que podemos comprender humanamente. Nos desborda, pero nos muestra todo lo que Dios ha hecho y hace por nosotros. Por amor, creó el mundo y nos creó a nosotros, por amor nos redimió del pecado, por amor nos santifica por la acción del Espíritu. Dios está siempre presente en nuestra vida. Estamos invitados a vivir como nos dice San Juan “Dios es amor y donde hay amor, ahí está Dios”. Es el desafío que tenemos: hacer realidad en la vida diaria el amor de Dios. Si no amas al hermano a quien ves, cómo puedes amar a Dios a quien no ves, nos dice San Juan. Es el interrogante que nos debemos responder. No podemos establecer diferencias en el amor, no podemos ir por un lado con el amor a Dios y por otro, con el amor al hermano, al prójimo. Al fin de cuentas, el mandamiento nuevo de Jesús es “que nos amemos los unos a los otros como El nos ha amado”. Más aún. Nuestra oración se dirige a Dios Padre, por Jesús que es el Hijo, en el Espíritu Santo. Así nos lo enseña San Pablo, así lo hacemos diariamente cuando elevamos nuestro corazón a Dios, así ora la Iglesia cuando lo hace en forma oficial. Renovamos nuestra fe en un Dios que es Trinidad de personas, y al mismo tiempo unidad de naturaleza. Dios nos ama, y porque nos ama nos envió a su Hijo para que muriendo en la cruz fuera nuestro Salvador y Redentor, nos mostró el camino del amor, el servicio y el perdón. Al mismo tiempo, nos invitó a vivir la realización de la comunión fraternal como camino de santificación y salvación. Vale la pena, si aceptamos que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, que hagamos un examen de nuestra vida y nos preguntemos si estamos siendo realmente imagen y signo de Dios para quienes conviven con nosotros, para quienes tienen nuestra misma fe. Ese examen nos llevará a reconocer que Dios es siempre mayor a lo que nosotros podemos expresar de El. Será al mismo tiempo un desafío para ser cada día mejores imágenes suyas, signos más claros y elocuentes de ese Dios que habita en nosotros. Otro aspecto que debemos analizar es el modo como vivimos nuestra vida de comunidad. Dios es comunidad, si nosotros somos sus signos, estamos llamados a ser comunidad. ¿Lo estamos siendo? O puede más en nosotros el egoísmo y el individualismo que nos lleva a distanciarnos de los demás y a vivir como islas. La comunidad, en la medida en que es viva y dinámica, se convierte en un signo más claro de lo que es Dios para nosotros y cómo la imagen que tengamos de El afecta nuestro modo de ser y de vivir. Renovemos hoy nuestra fe en el Dios que es Trinidad y asumamos el compromiso de vivir como Él lo quiere y desea de parte nuestra. Creer es comprometerse a hacer vida lo que se profesa en la fe.
Don y misión
Celebramos la solemnidad de Pentecostés, cincuenta días después de la fiesta de la Pascua de Resurrección. Diez días después de la Ascensión. Las tres celebraciones van unidas: el Dios hecho hombre, que padeció, murió y resucitó, fue glorificado y subió a los cielos para estar a la derecha del Padre. Al irse, nos prometió y envió el don del Espíritu Santo, su presencia amorosa en la vida del cristiano. Esa presencia del Espíritu Santo se hace en cada uno de nosotros por medio de los diferentes dones espirituales que recibimos, los que llamamos carismas. Estos dones nos son dados para colocarlos al servicio de la comunidad, no son para nuestro propio beneficio y provecho. Así lo afirma la segunda lectura de este domingo cuando nos dice que “en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”, pues “hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”. Por otro lado, por la fuerza del Espíritu todos somos enviados a anunciar el evangelio con nuestra vida y con nuestra palabra. Esa misión nace desde el día de nuestro bautismo cuando recibimos el don del Espíritu Santo. No podemos evadir dicha responsabilidad, no podemos darle la espalda al anuncio de la buena noticia. Por todo lo anterior, podemos afirmar que el don y la misión, lo que recibimos para el bien de todos y lo que anunciamos a todos, es la forma como el Espíritu Santo se hace presente en nuestras vidas y nos lleva a vivir el compromiso propio del cristiano que se traduce de una manera especial en el testimonio de vida. La acción del Espíritu en la vida de las personas se percibe de diversas maneras: para unos, es la vocación al servicio de los hermanos en los diversos campos del quehacer humano como la educación, el cuidado de los enfermos, el trabajo con los presos, con las personas desamparadas o necesitadas como los niños y los ancianos. Todos esos campos permiten hacer vida los dones y ponerlos al servicio de los demás. La misión que todos tenemos se puede vivir en los diversos estados de vida, asumiendo seriamente el compromiso de ser anunciadores de un reino que ha de ser de amor, vida, verdad, justicia, gracia y paz. Así, desde el Papa hasta el último creyente por sencillo que sea, estamos llamados a ser testigos del evangelio. Unos lo harán como pastores, otros como religiosas o religiosos, algunos más, quizás la mayoría, desde su estado de vida laical bien sea como esposos cristianos o como laicos solteros. Son las diversas vocaciones a las cuales somos llamados, las cuales son parte de la misión. Creo que ha sido importante para nuestra vida como creyentes, recuperar y revitalizar la experiencia de la vida en el Espíritu, experiencia clave, pues nuestra fe no es ni puede ser solo una fe centrada en la persona de Dios como Padre y de Dios como Hijo. Es también la fe en el Dios Espíritu que ama y santifica.
El sentido de la esperanza
Con frecuencia hemos oído el refrán “la esperanza es lo último que se pierde” y otro que dicen algunos “esperar contra toda esperanza”. Me pregunto por qué somos tan pesimistas, tan dados a mirar las cosas de una manera negativa, a ser tan trágicos cuando vemos ciertos acontecimientos y situaciones. Es cierto que la realidad es compleja, que los problemas son serios, que las soluciones no están al alcance de la mano, que no es fácil hacerle frente a todo este caos que nos desborda. Sin embargo, hay ciertos signos que nos permiten abrigar la esperanza de un mañana mejor para todos. Algunos pueden preguntarse por qué estoy hablando de esta manera. Si leemos el texto del evangelio de este domingo, en conexión con la primera lectura, encontramos el sentido de la fiesta que hoy celebramos, la Ascensión del Señor, la cual puede llamarse la fiesta de la esperanza cristiana. La Ascensión del Señor, cuarenta días después de la resurrección, invita a los creyentes a caer en la cuenta de la realidad que nos espera: ser glorificados, siguiendo el ejemplo de Jesús. Él fue el primero, luego seguiremos los demás. Se cumple así lo anunciado por el apóstol Pablo en cuanto que la resurrección nos abre a la plenitud de la gloria que nos espera. Seremos parte de esa gloria que Jesús ya ha recibido. Es nuestro intercesor ante el Padre y subió, como Él mismo lo dice, para enviarnos el don del Espíritu Santo, presencia y amor de Dios en nosotros, quien ha de revelarnos la verdad completa, como lo dice el mismo Señor. Así como la Ascensión le da un sentido pleno a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, también para nosotros la gloria que nos espera es anticipada por la glorificación del mismo Jesús. A esa luz debemos mirar los acontecimientos de nuestra vida diaria, el sufrimiento, la enfermedad, los problemas que nos aquejan, las dificultades de diverso tipo, la pérdida de los seres queridos. Si estos sucesos los miramos con un sentido pesimista, todo se nos vuelve, por decirlo de alguna manera, en un infierno, no hay solución posible y estamos sumergidos en el caos. Lo que decimos a nivel personal, lo podemos aplicar al nivel institucional y social. Como dice el adagio “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Siempre existe la posibilidad de un mañana mejor, porque cada noche anuncia un nuevo amanecer, porque no podemos quedarnos maldiciendo la oscuridad, porque el dolor purifica y porque después del viernes santo se anuncia la mañana gozosa del domingo de resurrección. En este año jubilar 2025 SOMOS PEREGRINOS DE LA ESPERANZA. Muy seguramente, quienes lean esta columna puedan pensar en su propia vida y en su propia historia. Eso está bien. Los invito a analizar con cuidado y encontrarán que los signos de esperanza son más que las situaciones complejas y negativas, que, si ponemos en una balanza lo bueno y lo malo que nos sucede, pesa más lo positivo que lo negativo y así el balance debe llenar de esperanza a quien hace dicho balance. Esa esperanza la tenían los apóstoles en la ascensión del Señor. Es la misma que debemos tener nosotros para nuestra vida, aun en los momentos más críticos y difíciles de la misma. Ese es el sentido de la esperanza para quien tiene fe. Y nosotros tenemos esa fe.
Encuentro Recono-Siendo / Medellín – Visita al Centro de Fe y Culturas
En el marco del Encuentro Recono-Siendo / Medellín, el Centro de Fe y Culturas recibió con alegría a un grupo de participantes interesados en conocer de cerca su labor y su apuesta por la reconciliación y la construcción de paz. La jornada comenzó con un recorrido por el auditorio, cuidadosamente dispuesto con estaciones que representaban las distintas líneas de acción del Centro. Esta ambientación permitió a los visitantes tener una aproximación vivencial a las múltiples actividades desarrolladas desde la espiritualidad, la ética, la inclusión, la reconciliación y la paz. Posteriormente, el padre Gabriel Ignacio Rodríguez, SJ, director del Centro, dio una presentación institucional en la que se abordaron el surgimiento, el propósito superior y la identidad que orienta el trabajo cotidiano del equipo. Fue un momento propicio para reconocer el trasfondo espiritual y cultural que sustenta esta labor. A continuación, se presentó de manera articulada la experiencia del Centro en temas de reconciliación y paz. Rubén Fernández, subdirector del Centro de Fe y Culturas, junto con Maira Gil y Mauricio Zapata, asesores territoriales, compartieron las principales iniciativas desarrolladas: el acompañamiento a los diálogos de La Habana, las investigaciones con la Comisión de la Verdad en territorios como el suroeste antioqueño, la comuna 13 y el oriente del departamento, el legado pedagógico de la CEV, el diálogo social en Medellín y las estrategias formativas impulsadas en los últimos años. Posteriormente, se socializaron algunos de los aprendizajes más significativos que han emergido en este camino, sintetizados en diez puntos claves. Este momento permitió reflexionar colectivamente sobre los retos, logros y oportunidades que se abren al seguir apostando por la reconciliación desde lo cotidiano y lo estructural. La jornada continuó con un espacio de preguntas y comentarios, en el que los visitantes expresaron su interés, reconocimiento y entusiasmo por el trabajo del Centro. Las intervenciones reflejaron una fuerte sintonía con los principios compartidos, así como el deseo de replicar algunas de las metodologías y enfoques presentados. Observaciones finales: La visita se desarrolló en un clima de respeto, escucha activa y diálogo abierto. Se fortalecieron vínculos con personas e instituciones afines, y se renovó el compromiso de seguir apostando por una cultura del encuentro.
Construir iglesia, una tarea de todos
Muchas veces me he encontrado con católicos que se expresan de la siguiente manera, palabras más, palabras menos “la Iglesia debe cambiar, ponerse a tono con el mundo moderno, salir de la sacristía”. Se me ha ocurrido hacerles una pregunta a quienes hablan de esa manera: ¿Quiénes forman la Iglesia?, ¿Quiénes son los responsables de lo que sucede? La respuesta a estos interrogantes clarifica el panorama. Si me siento al margen de la situación de la Iglesia, si es algo que lo considero distante y lejano de mi vida, entonces puedo decir que es algo que no me corresponde. Cuando comprendo que la Iglesia soy yo, como persona y como parte de una comunidad, descubro que el construir Iglesia es tarea de todos, que no puedo sentirme excluido o relegado. El compromiso afecta mi vida y soy responsable de lo que la iglesia haga o deje de hacer. Si me siento parte de la iglesia debo preguntarme qué estoy haciendo para que esta comunidad de creyentes se actualice, viva de acuerdo a las exigencias de un mundo complejo y tecnificado, responda a las necesidades de los creyentes de comienzos del siglo XXI. No es algo que pueda ignorar, me afecta, me compromete y me exige. No puedo vivir de espaldas a esta realidad. Ser iglesia es caer en la cuenta de lo importante que soy yo en la vida de la comunidad, que mi presencia debe ser activa y participante, que puedo y debo hacer mucho para ser solidario en lo que queremos, deseamos y esperamos de la iglesia como comunidad de creyentes. Somos humanos, somos personas que podemos fallar, que tenemos defectos y limitaciones. Es la realidad de la iglesia como humana, pecadora y peregrina. Nos muestra al mismo tiempo la otra realidad, la de una comunidad que es divina, santa y gloriosa. Estamos invitados a hacer de nuestra vida como creyentes un testimonio conforme a lo que el Señor quiere y espera de nosotros. Estamos invitados a construir la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Para ser fieles a lo que el Señor nos propone estamos llamados a preguntarnos frecuentemente cómo estamos cumpliendo nuestro compromiso de fidelidad al propósito del Señor. La presencia del Señor como compañero de camino es garantía de lo que podemos hacer, esperar y lograr. Entra en juego también el hecho de nuestra propia fragilidad para mostrarnos el rostro humano de la misma iglesia. Hay en nosotros un sentido de esperanza, la redención se inició en la persona de Jesús con su muerte y resurrección, pero no está plenamente realizada, es una plenitud prometida, que está por alcanzarse. Nos mueve entre lo logrado y lo que podemos alcanzar. Al mismo tiempo, debemos considerar que la construcción de la comunidad eclesial es algo que se va logrando, que se va haciendo, en la situación del mundo como este es, no podemos pensar en invernaderos, lugares ideales, sino que estamos llamados a vivir el ser Iglesia en la situación real de los problemas y desafíos del mundo de hoy. A veces, puede ser ayuda para lo que esperamos alcanzar, otras veces puede ser obstáculo que estamos llamados a superar. Debemos estar convencidos que la construcción de la Iglesia es obra de todos sus miembros, movidos por la fuerza del Espíritu. Dejemos que dicho Espíritu actúe. Seamos dóciles a la acción de su gracia y encontraremos un camino adecuado que nos permita ir creciendo y madurando en la construcción de dicha comunidad. Si cada uno de nosotros hace lo que le corresponde, entre todos llegaremos a tener una Iglesia viva, una comunidad dinámica de creyentes. Nadie podrá hacer por ti o por mi lo que a cada uno corresponde. Hagámoslo desde ahora. Este domingo se inaugura el ministerio de Pastor universal del Papa León XIV, recientemente elegido. Que oremos por él para que sea el pastor que la iglesia necesita y pueda responder a los desafíos que el mundo nos plantea. Eso también es ser iglesia.
El Buen Pastor y el día de la madre
Coinciden hoy dos fechas que aparentemente no tienen relación. Por un lado, la Iglesia celebra hoy la LXII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa, y por otro, se celebra el Día de la Madre; sin embargo, al mirar más detenidamente podemos pensar que cada mamá es como un buen pastor en el hogar de cada familia, por la entrega, por la dedicación, por el cuidado que tiene por cada uno de los miembros de la familia. Ser buen pastor, es estar al tanto de lo que cada persona tiene como necesidad. El ejemplo tomado de la cotidianidad nos habla de alguien que cuida a las ovejas, “que las llama por su nombre, que lo siguen porque conocen su voz”. He pensado siempre en la historia del pastorcito mentiroso y que todos conocemos. Es algo que nos invita a reflexionar sobre el cuidado que debemos tener sobre las personas que nos han sido confiadas. Ya sea que trabajemos en el campo de la educación, o lo hagamos en el campo de la salud, o seamos sacerdotes, religiosas o religiosos, todos tenemos la responsabilidad de personas que están bajo nuestra responsabilidad. Vale la pena preguntarnos cómo cumplimos la misión que se nos ha confiado y ver qué debemos cambiar o ajustar en el cumplimiento de nuestra misión. En el hogar, los padres y las madres son pastores para los hijos que el Señor les ha confiado. No es solamente velar porque no les falte nada, es formar, preparar para la vida, cimentar valores que en el futuro, cuando sean adultos, habrán de poner en práctica. Eso no se improvisa, eso no es algo que se puede dejar solo en manos de la institución educativa. Es un trabajo conjunto de familia y colegio para lograr la formación de personas de bien, que aporten a la construcción de un mejor país, que tengan como prioridad el bien común y no los intereses personales o particulares. El tema para la LXII jornada de oración por las vocaciones lo ha expresado así el difunto Papa Francisco “Peregrinos de esperanza: el don de la vida”. Es un llamado a reconocer que quien se sienta llamado a seguir al Señor en el camino de la vida sacerdotal o religiosa asume el desafío de ser un testigo de la esperanza, en otras palabras, a ser testigo de Jesucristo, quien es el Camino, la Verdad y la Vida y, al mismo tiempo, la razón y el sentido de nuestra esperanza. Volvamos a la imagen del Buen Pastor. Es alguien que da testimonio de la verdad, quien reconoce en su vida un llamado a vivir su vocación con autenticidad, fiel al llamado recibido, a gastar su vida en el servicio a las ovejas que le han sido confiadas, a conocer las alegrías y esperanzas, las penas y dificultades de cada uno para poder ayudarlo mejor. Hoy como ayer, seguimos necesitando hombres y mujeres que consagren su vida al servicio de los demás. Para ellas y ellos, en la medida en que son buenos pastores, feliz día. Para las madres, en su día, por la manera como realizan su misión, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, también un muy feliz día de la madre. Que reconozcamos y agradezcamos tan bellas misiones, una para la Iglesia y la otra para cada familia.
Circular a toda la Provincia – Noviciado Interprovincial San Pedro Claver, SJ
En el marco del itinerario de reestructuración de la formación en la CPAL, se han puesto en marcha, desde noviembre del 2024, tres procesos significativos en torno a los noviciados de nuestra Conferencia: el proceso Mesoamericano (que involucra a las Provincias de México, Centroamérica y el Caribe), el proceso del Cono Sur (que involucra a las Provincias de Brasil, Chile, Argentina-Uruguay y Paraguay) y el proceso que hemos denominado Andino Amazónico. Los provinciales de Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador y Venezuela, después de un cuidadoso camino de recolección de datos, profunda reflexión y, sobre todo, discernimiento comunitario en el que fuimos acompañados por el Delegado de Formación de la CPAL, queremos comunicar los siguientes puntos: Proponemos la apertura de un nuevo noviciado para las cinco provincias en la actual sede del noviciado San Ignacio, en Quito, Ecuador. Este nuevo noviciado llevaría por nombre: Noviciado Interprovincial San Pedro Claver, SJ. Para ello, consideramos oportuno proceder a la suspensión de los noviciados provinciales actuales de Colombia (Medellín) y Venezuela (Caracas), así como del noviciado regional de las Provincias de Ecuador, Bolivia y Perú, ubicado en Quito, Ecuador. Planteamos que este proceso se lleve a cabo gradualmente, a partir de la recepción de su aprobación. Sugerimos que el padre Edil Calero, SJ, actual maestro de novicios en Quito, continúe desempeñando este rol en el nuevo noviciado, ubicado en la misma sede, pero con un renovado plan de formación y estructura, dada su naturaleza interprovincial, hasta diciembre de 2026, esto, con el fin de garantizar una transición fluida y adecuada al nuevo noviciado. En el año 2026, como fruto del discernimiento conjunto de los cinco provinciales, nos permitiremos proponer al P. General un nuevo maestro de novicios, quien deberá comenzar su misión en enero de 2027. Este proceso de configuración de un noviciado para nuestras cinco provincias nos llena de profunda consolación. Si bien experimentamos la natural nostalgia por el cierre de noviciados tan queridos y significativos en la historia de nuestras Provincias, nos sentimos impulsados por la realidad del número de novicios en la región, así como por la conciencia de lo complejo que es sostener económicamente edificaciones muy grandes y garantizar equipos de formadores de calidad. Frente a ello nos acompaña el ferviente deseo de ofrecerles una formación atenta, esmerada, responsable y renovada. Reconocemos que las sedes de Quito y Medellín son lugares apropiados para la formación de novicios. Sin embargo, hemos discernido que la elección de Quito ofrece una riqueza particular. Colombia, por su parte, cuenta con el Centro Interprovincial de Formación (CIF) en Bogotá. Creemos que la diversidad geográfica de una casa de formación puede enriquecer significativamente el proceso formativo, abriéndolo a una perspectiva más amplia de la universalidad de nuestra Compañía y de la formación en y para esa universalidad. Hermann Rodríguez Osorio, SJ Provincial Bogotá, 5 de mayo de 2025
La vida con Jesús y la vida sin Él
El mensaje de la Pascua es siempre una invitación a vivir la vida con Jesús, a tener la experiencia del Señor resucitado, la cual nos invita a un cambio, a una transformación. No es lo mismo la vida con Jesús que la vida sin Él. Veamos por qué y empecemos por la segunda. Para esto nos apoyaremos en el pasaje del Evangelio que escuchamos hoy. La escena a orillas del lago de Tiberíades nos habla de pesca infructuosa, de pasar la noche en vano, de sentirse descorazonados y de encontrar que la vida sin Jesús no tiene sentido, pierde su encanto y nos hace vacilar y titubear. Eso nos lo dice el texto de hoy. Les sucedió a los siete discípulos. En el mundo actual hay muchos que pretenden vivir su existencia de espaldas a Jesús, quieren ignorar lo que esa presencia aporta a la existencia humana, no quieren reconocer que la vida es un camino en el cual necesitamos luz para caminar y así no tropecemos o caigamos. Hay otras personas que quieren vivir la vida teniendo como compañero de camino a Jesús, son los que reconocemos el sentido y el valor de la fe en nuestro caminar, los que sabemos que solos nada podemos y que deseamos caminar con paso firme, avanzar sobre seguro y poder darle un sentido a lo que hacemos y a todos nuestros esfuerzos. Somos de aquellos que como Juan podemos decir “es el Señor” y descubrimos que la vida se ilumina, la esperanza renace y se siente uno más alegre y contento en el diario vivir. Pienso en tantas personas que viven en condiciones difíciles, en situaciones de riesgo y, sin embargo, mantienen una esperanza por encima de todo obstáculo. Son esos hombres y mujeres que nos hablan de fe en la vida, de coraje para luchar y que lo único que nos dicen es “yo tengo fe”. Miro el panorama de nuestra patria y descubro que hay mucho por hacer, que necesitamos tener ese coraje y esa valentía de vivir la vida con Jesús, a pesar de todo lo que se nos pueda decir en contra. La firmeza y la convicción de lo que hacemos y por qué lo hacemos, debe ser suficiente testimonio y elocuente expresión de lo que significa vivir la vida con Jesús. No quiero por un solo momento colocarme en la situación de quien dice que no cree, que quiere vivir su fe de otra manera. Hay algo que me dice interiormente que es muy difícil pretender vivir la vida sin esa luz que nos da la fe, que todo lo que podamos hacer en ese sentido es ganancia para el sentido de la vida, que nos la debemos jugar toda para vivir la vida con Jesús y dejar de lado lo que nos aparta de Él o nos invita a vivir sin Él.
Ver para creer
Siempre me he preguntado por qué Tomás actuó como lo hizo ante el testimonio que le dieron sus compañeros sobre la resurrección del Señor. Me parece un poco desconcertante. Sin embargo, Tomás encarna una de las actitudes más comunes en la gente: necesitamos ver para creer. Las evidencias nos comprueban lo que esperamos o deseamos confirmar. Para él, todo tenía una respuesta en la evidencia que podía palpar y comprobar. De ahí no lo sacaba nadie porque era el camino para asegurarse que lo que le estaban diciendo era verdad. La lógica de la fe va por otro camino. Viene a mi memoria la afirmación de un sacerdote sobre lo que es un acto de fe. Decía palabras más, palabras menos “hay un acto de fe cuando tú aceptas como tus padres a quienes dicen serlo, el amor que te prodigan lo comprueba”. Eso me quedó sonando desde entonces y me ayuda a comprender el mensaje del texto del evangelio de este domingo. Creer no es comprobar hasta la certeza. Tampoco lo es, asumir una actitud ingenua, que no le da un fundamento adecuado a la fe. La experiencia de la primera comunidad cristiana, presentada en la lectura de los Hechos, que es la primera lectura, nos permite descubrir lo que significa la fe hecha vida que surge de la experiencia de Cristo resucitado y los llevó a la comunión fraterna y al servicio a los hermanos necesitados y sufrientes. Es el mismo Cristo resucitado, que aparece en la segunda lectura tomada del Apocalipsis, que le da sentido a la historia, que es el primero y el último, vencedor de la muerte. Este domingo se celebra la fiesta de la Divina Misericordia, establecida por san Juan Pablo II. Es la oportunidad que tenemos para reconocer el amor de Dios que comprende nuestro dolor y nuestro sufrimiento y en la persona de su Hijo, que por nosotros murió y resucitó, nos ha mostrado la manera como Dios ama. Es una oportunidad para interiorizar lo que a lo largo del evangelio podemos reconocer como la misericordia del Señor, especialmente con los más necesitados, con los que sufren. Hacia ellos debemos dirigir nuestra mirada y reconocer que en ellos el amor nuestro se hace vida. Puedo decir que la actitud de Tomás no fue la mejor. De hecho, el Señor le reclama su dureza para entender lo que sus compañeros le comparten. ¿No bastaba el testimonio de ellos para creer en el hecho de la resurrección? ¿Era necesaria esa comprobación científica para poder afirmar que Jesús había resucitado? Considero que no. Ese fue el error de Tomás. Allí estuvo la duda mal resuelta. Por eso la respuesta de Jesús “porque has visto, has creído. Bienaventurados los que creen sin haber visto”, porque esos sí tienen fe, esos somos nosotros, los que aceptamos el testimonio de otros que surge de la experiencia, marcada por el cambio que se opera en ellos. Dejan a un lado el miedo y se vuelven valientes, dejan la tristeza y se sienten alegres. Ver para creer no es fe, es certeza y evidencia. Esa no es la actitud del cristiano. Cree.