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¿Cuál es el sentido de nuestra esperanza?

Hace cuarenta días estábamos celebrando la fiesta de la resurrección del Señor. Hoy, nos alegramos con la fiesta de la Ascensión. ¿Qué conexión existe entre una y otra? ¿Qué nos dice de nuevo esta fiesta a los cristianos que vamos caminando por este mundo, cargados de problemas, llenos de ansiedad y de tensión? Veamos. Jesús de Nazareth, el Dios hecho hombre, el mismo que padeció y resucitó, es glorificado, colocado a la derecha del Padre, para desde allí interceder por nosotros, sus hermanos. Nos envía el Espíritu de la verdad, el consolador, el abogado. Se nos invita a disponer el corazón para recibir el regalo de Jesús, su nueva forma de presencia en medio de nosotros, en el corazón de cada creyente. El mismo que había resucitado, quien durante cuarenta días se fue manifestando a sus discípulos de diversas maneras para fortalecerlos en la fe, es el mismo que asciende a los cielos para ser glorificado y colocado como nuestro intercesor. Esa es la conexión entre la resurrección y la ascensión. El segundo aspecto que debemos considerar es el referente al sentido que tiene para nosotros esta fiesta. Para mí, es el sentido de la esperanza, de saber cuál ha de ser el camino que vamos a seguir después de nuestro paso por la muerte. Estamos llamados a vivir la plenitud de Dios en la fiesta sin fin, estamos llamados a ser copartícipes de la gloria que se nos ha anticipado y mostrado en la resurrección. No todo puede ser tristeza y dolor, no todo es fracaso y tragedia. Hay un profundo sentido de esperanza en lo que nos espera. Es lo que nos dice el canto que hemos escuchado muchas veces “somos los peregrinos que vamos hacia el cielo, nuestro destino no se halla en esta tierra, es una patria que está más allá”. Seguir a Cristo es encontrar el camino de la esperanza, es saber que por difíciles que sean las situaciones que debamos afrontar, no todo termina con la muerte, que ese no es el final, que hay una vida después de esta existencia temporal, que es pasajera y caduca, marcada por la mezcla de alegría y dolor. Esa esperanza nos anima a seguir hacia adelante, a no dejarnos vencer por los problemas y las situaciones complejas. Mirando la vida de esa manera, renace en nuestro interior la luz de la esperanza. Pienso en los tiempos que estamos viviendo, los problemas que debemos afrontar, las situaciones de tensión que nos agobian. Ante ese panorama descubro que no puedo dejarme vencer por todo ese clima de zozobra, que por encima de los problemas estoy llamado a ser un sembrador de esperanza, alguien que pueda mostrar el camino a otros, profundamente convencido de que es posible construir un mundo mejor, un país más fraternal y humano. Es, al mismo tiempo, decirme a mí mismo que la fe debe ser encarnada, que no es algo distante y apartado de la realidad ordinaria. Es anunciarme y proclamar a los demás que la esperanza a la luz de la resurrección y ascensión de Jesús tiene sentido y vale la pena. Al celebrar la fiesta de la Ascensión hago un llamado a quienes leen esta columna para que se conviertan en testigos y profetas de la esperanza, porque lo necesitamos. Estamos cansados de escuchar a los profetas de desgracias y bien vale la pena recobrar el sano optimismo que necesitamos para seguir adelante.

La misión que nos confía el señor

Siempre he pensado en lo que significa que el Señor lo llame a uno, lo escoja para una vocación y una misión determinadas. Es lo que nos dice el evangelio de este domingo. Cuando pienso en este pasaje, recuerdo con gozo y alegría el día de mi ordenación sacerdotal. La razón es muy sencilla, parte de este texto lo coloqué en la tarjeta de participación de mi ordenación. Es el que dice “no me han elegido ustedes a mí, soy yo quien los he elegido; y los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto dure”. Resuenan en mis oídos las palabras del obispo el día de mi ordenación, revivo los momentos de mi primera misa y siento esa dicha como si la estuviera viviendo en este momento, han pasado 47 años y medio. Es la conciencia de haber sido escogido no por mis méritos, ni por mis cualidades, sino por la bondad y la gracia del Señor, porque me quiso llamar a ejercer un ministerio de amor y de servicio en favor de mis hermanos, para que fuera su presencia en medio de la comunidad, siendo un puente entre El y las personas, buscando que se acerquen a Dios, que se reconcilien con El. Llamado a ser ministro del perdón, considero que es un ministerio que tiene pleno sentido en el contexto que vivimos. La misión es dar fruto abundante. Es la tarea que tenemos todos como cristianos, no solo los sacerdotes y los religiosos, sino todos los bautizados. Es el compromiso de ser constructores del reino de Dios acá en la tierra. Sabemos que no es fácil, dadas las actuales circunstancias y los problemas que vivimos. Pero estamos llamados a ser profetas de la esperanza, sembradores de paz y justicia, ministros de la verdad. Ahí, en todos esos campos, nos la jugamos por Cristo, es la misión que nos ha encomendado. Asumamos dicha tarea con entusiasmo y pongámosla por obra. El amor ha de ser el distintivo del cristiano, ha de llenarlo de luz y esperanza, ha de mostrarle la posibilidad de un futuro mejor. Pero debe ser un amor hecho vida real en lo ordinario y cotidiano de la vida. Nos deben reconocer por la manera como nos amamos, para cumplir el precepto de Jesús “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. Ese amor no es algo abstracto, es algo profundamente encarnado, real, palpable y eficaz. Eso cambia las relaciones interpersonales, cambia a las personas, poco a poco cambia el mundo. Me he preguntado por qué pensamos siempre que amar es difícil, lo colocamos como algo inalcanzable. Pensamos que eso es algo para personas privilegiadas que tengan unas cualidades superespeciales. Al ver las cosas desde lo espiritual, entiendo que no es algo tan lejano y distante, sino que es cercano y posible. Mi invitación a quienes leen esta columna es a tomar la decisión de amar, comenzando desde hoy mismo, superando obstáculos, dificultades y prevenciones. Sabiendo que podemos fallar más de una vez, que no nos va a hacer diferentes el aceptar nuestros errores, debemos empezar a construir ese nuevo horizonte con el que todos soñamos. Es la misión que Jesús nos confía. Hoy, miremos hacia dentro de nosotros mismos, preguntémonos cómo estamos asumiendo la misión que el Señor nos ha encomendado y vivámosla.

Unidos lograremos grandes cosas

Siempre me he preguntado por qué es tan difícil que las personas nos unamos para lograr propósitos comunes. Pueden más en nosotros los intereses particulares y personales. Casi que podríamos decir que esta es una prioridad que está a flor de piel. Sin embargo, la realidad debería ser otra. Pensar con criterio de comunidad, de bien común, de apoyarnos los unos a los otros, de creer que juntos es posible alcanzar metas grandes. El evangelio de este domingo es un buen ejemplo de esto. Nos presenta el texto la imagen de un labrador que cultiva una viña y nos dice “yo soy la verdadera vida y mi Padre es el labrador”. Para los oyentes del tiempo de Jesús era una imagen bastante familiar dado que las plantaciones de la vid, de la uva, se encontraban en abundancia. No era, como sí lo es para nosotros, algo extraño o desconocido. Son las comparaciones que usa Jesús para acercarse más a la gente, para hacer más comprensible su mensaje. Quien tiene una plantación, en este caso una vid, la debe cuidar, podar, abonar para que la cosecha sea abundante y los resultados sean los esperados. Debe darse la unión entre los sarmientos y la vida “como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vida, ustedes los sarmientos”. Estar unidos es el primer paso para lograr algo en común. Esto se da cuando nos proponemos metas para alcanzar entre todos, cuando los fines son compartidos, cuando los medios se han buscado entre todos. Nos lo completa el texto “el que permanece en mí y yo en él ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”. El texto va más allá pues nos dice “al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca”. Es la expresión de la realidad de las personas que no se unen a las causas comunes, que con son disociadoras con sus actitudes, que prefieren aislarse y marginarse pensando solo en lo personal o particular. Esto se da en muchas situaciones y circunstancias de la vida. Pienso en lo que podríamos alcanzar y lograr si nos comprometiéramos de verdad en lo que se llama la búsqueda del bien común. Sobre esto tenemos muchos ejemplos en la historia de la humanidad. Grupos que se han unido para lograr algo y sin tener muchos recursos disponibles han logrado grandes cosas. Grupos humildes y sencillos que han salido adelante porque han tenido la fuerza de la unión, como nos dice el adagio popular “la unión hace la fuerza”. Han tenido líderes que les han mostrado el camino para superar la dificultad, para unirse en la causa común. El ejemplo del texto de hoy es diciente y nos habla de una manera clara: si quieren lograr algo grande únanse, ayúdense, apóyense porque somos sarmientos que debemos estar unidos a la vid, al tronco, para dar fruto y que este sea abundante. Es bueno revisar si nos sentimos dispuestos a hacer causa común para el logro de los objetivos que como colectividad, como región, como país, podemos proponernos y ver si hay actitudes que podemos y debemos cambiar. Como digo en el título “unidos podemos lograr grandes cosas”. Ánimo.

El buen pastor: un desafío

Conocer a las ovejas, dar la vida por ellas. Dos acciones que el texto evangélico de este domingo señala como distintivo de aquel que puede ser llamado el Buen Pastor. Es una verdadera vocación y es una misión para toda la vida. Hoy, cuando celebramos el domingo del Buen Pastor, jornada mundial de oraciones por las vocaciones sacerdotales y religiosas, adquiere una fuerza mayor. Todas las personas necesitamos guías y acompañantes en el camino de la vida. Guías que nos muestren el sendero por el cual debemos caminar, guías que nos muestren cuál es la meta que debemos alcanzar, guías que nos sirvan de ejemplo en ese recorrido y que nos sirvan de estímulo en el camino de cada uno. Al mismo tiempo, necesitamos acompañantes, personas que caminen junto a nosotros para ser nuestro apoyo, que nos den ánimo cuando sintamos que las fuerzas nos fallen, que conociendo a cada una de sus ovejas, puedan pronunciar la palabra oportuna, realizar el gesto adecuado, conforme a las circunstancias de la vida de cada uno. Eso es lo que identifica al Buen Pastor, a ese que nos describe el evangelio cuando nos habla de “el buen pastor da la vida por sus ovejas; conoce a sus ovejas”. Dar la vida en el sentido del evangelio es cuidar, amar, servir, buscar todo lo que sea posible para que las ovejas se mantengan unidas, estén sanas y sigan al buen pastor. Conocer las ovejas es llegar hasta el corazón de cada uno, reconocer sus fortalezas y debilidades, sus triunfos y fracasos y encontrar la manera de aconsejar y orientar para lograr lo mejor de cada uno. Es todo un programa de vida. Para todo lo anterior se necesita tener vocación, sentirse llamado, no se puede “ser asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa”. Afortunadamente, no es común encontrar ese tipo de asalariados. Encontramos, por el contrario, a esos sacerdotes que son verdaderos pastores, que gastan su vida en el servicio a la comunidad, que comparten con las ovejas que le¿ han sido confiadas sus alegrías y esperanzas, sus gozos y tristezas. Esos pastores son los que conocen sus ovejas y dan la vida por ellas. Por ellos estamos llamados a elevar nuestra oración. Al mismo tiempo, oramos por aquellos jóvenes que pueden sentir el llamado a ser pastores, ya sea en la vida sacerdotal o en la vida religiosa, para que respondan generosamente a ese llamado, para que descubran que es una posible opción de vida, para que reconozcan lo valioso de gastar la vida en el servicio y la entrega a los demás. Que esto forma parte del sentido de la vida, que es algo por lo cual vale la pena jugarse el todo por el todo. Ejemplos tenemos a lo largo de la historia, en los cuales se nos muestra a dónde puede llegar una vida vivida a la luz del seguimiento de Jesús, teniendo como camino y modelo a ese Buen Pastor que fue el mismo Jesús. Podríamos citar muchos nombres de ese tipo de pastores; sin embargo, lo dejamos al análisis de las personas que leen esta columna: ¿Qué es ser buen pastor?

¿Solos o acompañados?

El camino de la vida de cada uno de nosotros se parece a lo que nos cuenta el evangelio de este domingo en torno a lo que les sucede a los dos caminantes que van a la aldea de Emaús. Van desalentados y desilusionados, porque según ellos, las cosas no han resultado como les habían dicho, como lo habían pensado. Esperaban que las cosas se resolvieran de otra manera. Es lo que el peregrino que se hace encontradizo les explica. Debía padecer y morir para luego entrar en la gloria. Ellos se devuelven presurosos, no importa la hora de la noche, no importa el camino que se ha de recorrer, su vida ha cambiado porque el Señor se les ha manifestado y lo han reconocido en el partir del pan. Luego viene ese otro acontecimiento. El Señor se manifiesta a los discípulos reunidos, pero ellos creen ver un fantasma, se asustan. Él les ha dicho que la paz debe acompañarlos. Pero sus palabras no bastan. Les da una muestra más fehaciente de que sí es él. Les pide comida, come delante de ellos. Las evidencias no pueden ser más claras. A continuación les explica, como lo había hecho con los discípulos de Emaús, que todo eso había sido anunciado por Moisés y los profetas. Que eso debía suceder así: que el Mesías debía padecer y luego entrar en la gloria de la resurrección. No se queda ahí, les da una misión “ustedes son testigos de esto, desde Jerusalén y luego a todas las naciones”. Es la misión que se confía a quien abre su corazón para aceptar al Señor resucitado, a quien se deja invadir por la experiencia del encuentro con el Señor, con sus manifestaciones y con la fuerza que nace del Espíritu que reciben los que creen en Él. Vale la pena que nos preguntemos si en realidad somos testigos de la resurrección, si nos sentimos acompañados por el Señor o si, por el contrario, porque su luz no nos ha invadido y llenado, nos sentimos solos, apesadumbrados, temerosos, como los discípulos que creyeron haber visto un fantasma. La vida con Jesús, cuando sentimos su presencia y su fuerza, es distinta a la experiencia de sentirnos solos, sin Él, sin el Espíritu que nos impulsa a ser sus testigos. Ser testigos de la resurrección es reconocer que la vida no es la misma con Jesús o sin Él, que las cosas no tienen el mismo sentido y que podemos desalentarnos si confiamos solamente en nuestras fuerzas y no ponemos toda nuestra esperanza y toda nuestra confianza en Aquel que le da el verdadero sentido a este caminar. Necesitamos ser un poco como los discípulos de Emaús que abrieron su corazón a aquel caminante y descubrieron el sentido de su vida, lo reconocieron al partir el pan, o como los discípulos del relato de hoy, que lo reconocen cuando les pide algo de comer. Muchas veces el ritmo acelerado de la vida nos impide ver las cosas y las realidades de una manera distinta. Podemos permanecer solos o podemos estar acompañados. Somos nosotros quienes decidimos cómo queremos vivir la vida y qué hacer para vivirla plenamente. El mensaje de Jesús nos llega a lo más hondo del corazón “la paz esté con ustedes… soy yo, no teman”. Como diría Antoine de Saint.Éxupery “solo se ve bien con el corazón, lo esencial resulta invisible a los ojos”. Veamos con el corazón y descubriremos grandes cosas en la vida.

Ver para creer

Siempre me ha llamado la atención la escena que nos presenta el evangelio de este domingo. Tomás quiere evidencias palpables de la resurrección de Jesús. No cree en el testimonio de sus compañeros. Es una actitud muy común en el mundo de lo científico, de lo experimental, de las comprobaciones y seguridades. La búsqueda de todo aquello que nos permita comprobar y verificar lo tenemos como válido. Creo que es diferente en el campo de lo espiritual. No podemos pretender que las evidencias estén a la mano. Es algo muy distinto y que se desarrolla en el campo de la intimidad. Veamos. La experiencia de la resurrección no es algo de lo cual tengamos datos o crónica detallada. Todo lo que sabemos es por las manifestaciones del Señor resucitado a los discípulos, por el testimonio de quienes han cambiado su vida por la experiencia del resucitado. Los discípulos, antes débiles y temerosos, se transforman en personas valientes, dispuestas a arriesgarlo todo, aun la vida misma, por la causa de Jesús de Nazareth. Sin embargo, hoy hay muchos que se podrían llamar Tomás, personas que no confían en los demás, que asumen actitudes controladoras hacia las otras personas, hombres y mujeres exageradamente racionales, fríos y calculadores para quienes el único argumento válido es el de la evidencia comprobada y certificada. Necesitan meter los dedos en las llagas, la mano en el costado de ese Jesús que ha resucitado para creer. Me pregunto si eso será realmente fe. Me cuestiono sobre la actitud de quienes actúan como Tomás. No es que creamos las cosas de una manera ingenua. No se trata de seguir a cualquier vivo que se aproveche de la bondad de las personas, no se puede pensar en ser ingenuo para asumir ciertas actitudes. Ese no es el sentido de la fe. Pienso en la frase de Jesús “bienaventurados los que creen sin haber visto” y miro a mi alrededor. Somos personas que estamos haciendo actos de fe todos los días, varias veces en el día. Confiamos en la palabra de una persona que nos ofrece su amistad, confiamos en quienes realizan negocios con nosotros, confiamos en nuestros padres que nos llamaron a la vida. Todo esto nos habla de lo que podemos llamar fe humana, es decir, la actitud por la cual confiamos en las personas. ¿Por qué no creemos en un Dios que nos ha hablado por medio de su Hijo y nos ha mostrado el camino de la vida nueva? Si hemos vivido la celebración de la resurrección, si la invitación a la conversión hecha en la cuaresma cayó en tierra buena, estamos llamados a hacer vida nuestra fe en Cristo Jesús por medio de nuestras obras, que sean ellas las que hablen por nosotros. Esas obras son las que respaldan nuestra fe, la hacen testimonio creíble. Que la experiencia interior vivida se proyecte en las acciones de la vida cotidiana, en las relaciones interpersonales y sociales, en la casa y en el trabajo. No necesitamos ver para creer. Necesitamos actuar y vivir para que nuestra palabra sea creíble.

¡Aleluya, Aleluya!

Desde el comienzo de la vida de la Iglesia, el Domingo de Resurrección ha ocupado un lugar central en la liturgia y en la vida de los creyentes. Reunirse para celebrar dicho acontecimiento ha sido siempre ocasión de regocijo. De ahí el solemne canto del aleluya (exclamación de alabanza a Dios) que resuena en todos los templos del mundo en la noche de la vigilia pascual. Es reconocer que la resurrección de Cristo es motivo de alegría, porque es el acontecimiento central de nuestra fe. Creemos en un Dios hecho hombre en la persona de Jesús, que padeció y murió y que resucitó al tercer día. Por eso cantamos ¡aleluya! Experimentar a nivel de la liturgia la resurrección y el gozo que conlleva es comprometerse a hacerla vida en lo cotidiano, es reconocer que debe iluminar nuestro que hacer diario, traducirse en actitudes de amor y servicio, de solidaridad y fraternidad. De lo contrario, el haber participado en la semana santa puede perder su sentido si no llega a transformar nuestras actitudes cotidianas. Cristo resucita en el corazón de toda persona que quiere comprometerse a hacer todo lo que esté a su alcance para ser solidario, para comprender que el dolor ajeno exige de nosotros una respuesta existencial no solo de palabra. Es tomar la decisión de reconocer en el otro a un hermano o hermana que está en necesidad, es saber que el rostro de Cristo tiene muchas maneras de presentarse y que es en ese rostro y en esa persona donde estamos llamados a reconocerlo presente, actuante y sufriente. En Colombia, dada la situación por la cual estamos pasando, necesitamos de hombres y mujeres profundamente convencidos de su misión de ser anunciadores de esperanza, de esa que nace del hecho de querer hacer vida la resurrección de Jesús, de saber que estamos invitados no tanto a “maldecir las tinieblas” cuanto a “encender una luz” en nuestras propias vidas y en las de los demás. Así la resurrección no se queda en una celebración alejada de la realidad, sino que es algo transformador e iluminador. Todo depende de cada uno de nosotros. Hemos vivido momentos muy complicados, hemos perdido el sentido del respeto por el don de la vida, nos hemos acostumbrado a la muerte, a la violencia y a la corrupción. Estas cosas las hemos convertido en lo ordinario de la vida, cuando debía ser todo lo contrario. Por eso necesitamos ser profetas de esperanza, hombres y mujeres que creen en la posibilidad de un mejor país porque saben que esa tarea nos corresponde a todos y no solo a unos pocos. Que no podemos matar los sueños y las ilusiones de nuestros niños y jóvenes porque sería acabar en ellos toda posibilidad de creer en ese futuro que anhelamos construir, aunque sea difícil. En los países que tienen estaciones, la Pascua coincide con la primavera y por eso se la llama también “pascua florida”, porque la naturaleza misma con todo su esplendor se une a este acontecimiento. Para todos, ¡Felices Pascuas en el Señor resucitado!

Vivamos la semana mayor

Nuevamente estamos comenzando el recorrido de la semana más importante del año en el calendario de los creyentes. Es la llamada Semana Mayor o Semana Santa. Es un tiempo especial en el cual se nos invita a celebrar nuestra fe, a reflexionar sobre el acontecimiento central de la misma: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Es una semana en la cual se interrumpen las actividades ordinarias para que tengamos tiempo para dedicarlo a lo espiritual. Sin embargo, esto contrasta con lo que hacen muchas personas: una semana dedicada a la diversión, a actividades de otro tipo. Centrarse en la Semana Mayor, o Santa, es tener la oportunidad de profundizar en los acontecimientos que se van sucediendo como en un torrente, porque se van dando muy seguido. Veamos y tratemos de encontrar el sentido de lo que se celebra cada uno de los días. El domingo, llamado de Ramos, nos recuerda la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén cuando es aclamado por el pueblo, lo proclaman como el que ha de salvarlos. El contraste es grande, porque si lo comparamos con lo que va a suceder en los días siguientes, descubrimos que el pueblo cambia según las conveniencias y la manera como lo orientan sus líderes. Estarán en cuatro días pidiendo la crucifixión de Jesús. Damos un salto al Jueves Santo, comienzo del así llamado triduo pascual. Se celebra la institución de la Eucaristía y del sacerdocio junto con el mandamiento del amor fraterno con un ejemplo concreto de humildad y servicio: el lavatorio de los pies. Día grande para comprender lo que es la entrega y el sacrificio hechos vida. El Viernes Santo nos acercamos al drama del Dios hecho hombre, padece y muere en cruz. No se entienden muchas cosas, entre otras, que el inocente sea condenado a muerte, que sea humillado y maltratado, que se le coloque al mismo nivel de los ladrones, que sea tratado como malhechor sin haber cometido delito alguno. Y como dicen los autores sagrados “todo eso lo padeció por mí y por toda la humanidad”. Se pregunta uno por qué. La única respuesta es que lo hizo por la fuerza del amor que nos ha tenido. Dios muere para que el pecador viva. El Sábado Santo es de espera y soledad en la fe. Es el único día del año en el cual no hay celebración litúrgica alguna. La oración personal, la contemplación del Señor colocado en el sepulcro es el centro de lo que acontece. Todo estalla en gozo y alegría en la noche de este sábado cuando se celebra la Solemne Vigilia Pascual con sus cuatro partes: liturgia de la luz, de la palabra, del agua y eucarística. Renovación de nuestros compromisos bautismales y proclamación de lo que significa la resurrección del Señor, es la llamada “solemnidad de las solemnidades”, centro y razón de la fe y la vida cristiana. La resurrección le da sentido y razón a todo lo vivido en los días anteriores. Cristo no muere en la cruz para quedarse sepultado. Muere para resucitar, para mostrarnos el camino que debemos seguir y así llegar a la gloria del Padre. Invito a todos a vivir la Semana Mayor como un regalo de Dios para nuestra vida cristiana.

Morir para vivir

Suena paradójico el titular de mi columna de esta semana porque no estamos acostumbrados a movernos en contradicciones, en opuestos, en extremos. Sin embargo, la realidad de la vida está marcada por los contrastes. Las cosas no pueden ser ni blancas ni negras, no todo puede ser alegría o tristeza. Es una mezcla de sabores, es algo que podemos llamar agridulce. De la manera como asumamos estas situaciones opuestas, depende en gran parte, el sentido de nuestra vida. Podemos vivir en la ilusión, en la euforia exagerada, o en el desánimo o desaliento permanentes. Una vez más, todo depende de la actitud que asumamos. En la primera lectura tomada del profeta Jeremías, encontramos una primera contrastación, se da entre la manera como ha procedido el pueblo de Israel y la manera como Dios busca reconciliar consigo a su pueblo, llega a decir, por boca del profeta “yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo… voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones… ellos rompieron mi alianza y yo tuve que hacer un escarmiento con ellos… todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados”. Más aún, en la segunda lectura tomada de la carta a los hebreos se afirma “a pesar de que era el Hijo, aprendió a obedecer padeciendo, y llegado a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”. Jesús vivió estas paradojas, debió morir para que tuviéramos la vida, padecer para liberarnos. Es la dinámica de la historia de la salvación, la manera como Dios hace posible la redención de la humanidad, el restablecimiento de la relación de amistad entre Dios y la humanidad. Allí estamos incluidos todos. El evangelio se hace vida al hablarles Jesús a sus discípulos con una comparación tomada de la vida del campo, de las tareas que todos ellos conocían, la manera como se debe sembrar el trigo en la tierra, debe pudrirse, morir, para que salga una nueva planta. Es lo que decíamos al comienzo de esta columna, hay que morir para vivir, para producir fruto, para dar una buena cosecha, de lo contrario, la esterilidad y la infecundidad harán su aparición. El ejemplo debió darles una lección muy clara a los discípulos para comprender el sentido de la pasión para alcanzar la gloria, el aparente fracaso era el paso necesario para llegar a la victoria. Vale la pena que nos preguntemos en cuál de las actitudes nos encontramos, si queremos morir para vivir, lo cual significa dejar a un lado nuestros caprichos, gustos personales, para comprender que en la medida en que asumamos las actitudes a las cuales nos invita Jesús podemos seguirlo de una manera real y verdadera. La obra de construcción del reino no se hace con nuestros criterios, a nuestra manera, se hace al estilo de Jesús. Por eso, el dar fruto depende de la manera como muramos a lo propio, a nuestra manera personal de hacer las cosas. Pienso en tantos hombres y mujeres que lo han dejado todo para entregarse al servicio de los demás, es decir, que han muerto simbólicamente para vivir en el amor y el servicio, colaborando en la felicidad de otros, ayudando a que puedan darle sentido a sus vidas. Ese es el verdadero sentido del morir para vivir. No todo es tan negativo como puede parecer.

24 cuadros | J’ai perdu mon corps (Perdí mi cuerpo)

24 cuadros es una de las columnas de opinión de la Revista Jesuitas Colombia. En esta oportunidad, el autor presenta una reseña del largometraje francés de animación nominado al Óscar como mejor película de animación, “Perdí mi cuerpo” (2019).  ____________________________________________________________________________________________________________ “Perdí mi cuerpo” (2019) es un largometraje francés de animación nominado al Óscar como mejor película de animación. Antes que nada, en el espíritu de esta columna de vivir el cine como una experiencia orante, la animación como género y técnica merece una consideración especial para reconocer su valor al ser contemplada. Para los lectores que no lo saben, una explicación de cómo se construye una animación de este tipo. Mientras que el cine tradicional –análogo o digital– se arma por la sucesión consecutiva de veinticuatro fotografías por segundo, la animación lo hace, en términos generales, basada en veinticuatro dibujos por segundo. En el primero, la cámara de cine resuelve la veloz captura fotográfica de forma mecánica y electrónica; en el segundo, cada cuadro es manualmente construido por las manos de los animadores y, luego, fotografiado por separado. En una película como “Perdí mi cuerpo”, de 81 minutos de duración, estamos hablando de más de 116.000 dibujos consecutivos. Me detengo un momento a pensar en lo meditativa y exigente, en términos de paciencia, que es la experiencia de animar en el cine. En este caso, como espectador, la vivencia de contemplar la historia y “reflectir” en el corazón para sacar provecho, se ve amplificada y enriquecida por la toma de consciencia de las miles de horas de trabajo que implicó para los autores su realización. Es un relato con una rica carga simbólica en sus personajes y giros dramáticos. Naoufel, un repartidor de pizza decepcionado del curso de su vida y sin un norte aparente, encuentra en Gabrielle, una bibliotecaria sobrina de un carpintero, la razón perfecta para tener un propósito vital y seguir su corazón por amor. Paralelo a esta historia, una mano amputada –sí, una mano– recorre una París subterránea y poco turística en búsqueda del cuerpo de quien fuera otrora su dueño. Naoufel y su mano buscarán, sin saberlo, un reencuentro que parece imposible. Esta historia cae a mis ojos y oídos como bálsamo en contextos de pandemia. Qué bella metáfora la de “perder mi cuerpo” y que este me busque. Un mundo en cuarentena por una emergencia global de salud tiene que ser señal suficiente para un llamado a la reconexión con aquello que nos configura. Como humanidad, llevábamos décadas, si no siglos, con nuestro cuerpo perdido. No me refiero solo al aspecto fisiológico y de cuidados sanitarios, sino también a nuestra conexión con lo que nos hace humanos: nuestra Casa Común, nuestras relaciones, nuestros actos de bondad (sin desconocer los pocos de maldad que hemos visto en estos tiempos), nuestra consciencia de ciudadanía global, entre otros ejemplos. Naoufel buscó reconectarse con su vida a través del amor, al tiempo que su mano buscaba reconectarse con él. Que esta pandemia nos permita tomar la iniciativa para reconectarnos con nuestro “cuerpo perdido”, antes que a este le toque buscarnos primero.   Mira el artículo en la Revista Jesuitas Colombia | MAY-JUN 2020. Fotograma de “Yo perdí mi cuerpo”. Fuente: imdb.com

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